Alfredo M. Cepero

Director de La Nueva Nacion

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Hace falta una carga para matar bribones/para acabar la obra de las revoluciones”. 

Los pueblos necesitan—de vez en cuando—una revolución. Quizás por aquello del dicho popular de que: “Nada es eterno bajo el sol.” Thomas Jefferson lo dijo en la original Declaración de Independencia: “«El árbol de la libertad debe regarse de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos. Ésta constituye su abono natural.» Y aunque discrepo de su filosofía política cito –por  lo acertado de su contenido—los versos de mi compatriota Rubén Martínez Villena: “Hace falta una carga para matar bribones/para acabar la obra de las revoluciones”. 

Y sigo con Thomas Jefferson—a quién admiro por su talento, más que por su conducta—cuando afirmó en la misma Declaración de Independencia: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Defectos tenía aquel hombre porque la perfección es reservada para los dioses. De hecho, reto a cualquiera de mis lectores que me señale un hombre sin defectos. Mi mujer me recuerda los míos todos los días.

Por su parte, Abraham Lincoln—confrontado con una carnicería donde 620,000 blancos murieron en la horrenda Guerra Civil por la libertad de los hombres de raza negra—entonó su oración de Gettysburg: “Hace ochenta y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en Libertad y consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales”. Lincoln resumió la guerra en tres minutos, diez oraciones y menos de 300 palabras.

Ahora bien, todos sabemos que los hombres pasan por lo que hacen, no por lo que dicen. Lincoln le hizo honor a esta conducta con su Proclama de la Emancipación puesta en vigor el primero de enero de 1863. En la misma, el Presidente de los oprimidos y de los humildes declaró: “Todas las personas retenidas como esclavos en los estados en rebelión son, a partir de este momento, totalmente libres”.

El 28 de agosto de 1963—cien años después de que Lincoln  firmara su Proclama de la Emancipación liberando a los esclavos—un hombre joven llamado Martin Luther King subió los peldaños del Lincoln Memorial en la ciudad de Washington para describir su visión de América. El joven describió su visión diciendo: “Sueño que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo. Afirmamos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales". Tres hombres con distintos orígenes pero unidos por el principio de la igualdad para todos los americanos.

En los próximos cuarenta años, los hijos malos de America violaron los principios de la Declaración de Independencia de Jefferson, olvidaron la Proclama de la Emancipación de Lincoln y dieron muerte al sueño americano de Martin Luther King. El amor fue sustituido por el odio, los principios por la demagogia y la esperanza por la desesperación. Así comenzó el camino de la contrarrevolución.

El pantano de ese camino se manifestó en toda su deplorable fetidez bajo la presidencia de Barack Hussein Obama. Un hombre que escondió con el sigilo de las serpientes su odio y desprecio por los valores de los fundadores de la patria americana. Aunque no tengo la total certeza nunca lo escuché mencionar a Martin Luther King, como él un hombre de raza negra. Quizás porque King no predicaba la venganza.

Afortunadamente, este “Reino de Terror” ha empezado a perder impulso. Su continuación erosionaría los 247 años de progreso y sacrificio que comenzaron en Filadelfia en 1776. Tradicionales y actuales izquierdistas—como Elon Musk, Bill Maher, Matt Taibbi, Bari Weiss, Glen Greenwald, Naomi Wolf, o Richard Dreyfuss—son calificados de contrarrevolucionarios por cuestionar no solo los excesos de la izquierda sino las propias premisas de la izquierda.

Las últimas encuestas muestran un ínfimo apoyo del pueblo americano por las fronteras abiertas, por las múltiples identidades sexuales y por hombres biológicos compitiendo en deportes de mujeres. Indemnizaciones a los americanos de raza negra por gobierno insolventes—sobre principios de que sus antecesores pudieron haber sido esclavos hace ocho generaciones  por aquellos que pudieran o no haber tenido esclavos hace las mismas ocho generaciones—es ampliamente rechazada por la población en general. Esto es “un arroz con mango” que ni sus proponentes lo entienden.

Al mismo tiempo, cuando compañías como Anheuser-Busch o Disney tratan de congraciarse con los “jacobinos de la izquierda” pierden miles de millones en ganancias. El mismo Pentágono ha perdido millares de reclutas. Un caso similar ha sido el de CNN que ha perdido millares de televidentes con su política editorial de apoyo a los militantes de la izquierda. Tal es el caso de la Asociación  Nacional de Básquetbol que ahora hace alardes de haber alcanzado una teleaudiencia de cuatro millones de fanáticos. Hace un cuarto de siglo—cuando la población de los Estados Unidos era 60 millones más pequeña que en la actualidad—el básquetbol “pre jacobino” atrajo a 70 millones de televidentes en el campeonato de 1998.

Por su parte, Joe Biden—la cubierta decrépita de la contrarrevolución—es aprobada únicamente por el 40 por ciento de los votantes. Aún ese bajo nivel de aprobación es incrementado por el hecho de que el fantasma de la Casa Blanca no tiene la más mínima idea de lo que dice ni de lo que está pasando—y por lo tanto, se merece ese 40 por ciento por su falta de responsabilidad en el huracán político que él mismo ha desencadenado.

Ya nadie duda de que nos encontramos en medio de una contrarrevolución. El único antídoto es un regreso a los valores y los principios de los Padres Fundadores de esta nación excepcional. Esa revolución está ganando terreno. No porque el pueblo americano está indignado sino porque se ha dado cuenta de que si se refugia en la indiferencia está a punto de perder su nación. No hay tiempo que perder. Bien lo dijo Benjamin Franklin, el más erudito de los fundadores de esta nación: “Aquellos que cederían la libertad esencial para adquirir una pequeña seguridad temporal, no merecen ni libertad ni seguridad”.

6-6-23