Por Vicente Morín Aguado
Si repasamos una lista de las figuras políticas asociadas a la década del treinta, un nombre escapa a las previsiones de todos los expertos o implicados en una secuencia de acontecimientos llamada con toda razón, la revolución del 33. Ese nombre insólito es Fulgencio Batista Zaldívar.
El 4 de septiembre de 1933, los soldados y clases en el campamento de Columbia, entonces ubicado en la periferia habanera, concretaron un acto de rebeldía inédito en Cuba. La situación en la unidad cabecera del ejército nacional fue descrita por un testigo de la siguiente manera:
“Allí no mandaba nadie ni nadie obedecía. Aquello era sencillamente una acumulación de mil soldados, cada uno de los cuales hacía lo que le daba la gana”. (Padilla Rubio, citado por Solera Robert A: La república de Militares y Estudiantes. 2015)
En formación, recuperada la disciplina, los sublevados nombraron de entre ellos mismos y por votación, una junta de ocho representantes, de la cual emerge ese mismo día el sargento taquígrafo de apellido Batista como “presidente de la Asamblea de Alistados”.
El país vivía bajo un gobierno provisional, instaurado el 13 de agosto, después de renunciar el dictador Gerardo Machado, electo en 1924, quien había prorrogado su mandato inconstitucionalmente ante de las elecciones cuatrienales.
La sucesión presidencial fue acordada entre el plenipotenciario enviado por la Casa Blanca, Benjamín Sumner Welles, miembros del gabinete en ejercicio y algunas figuras políticas, por lo cual no satisfacía a la mayoría de la oposición. Este desacuerdo crecía a diario, dada la notoria incapacidad del “escogido” para presidente, Carlos Manuel de Céspedes.
El movimiento anti machadista tenía un amplio espectro político: la izquierda, liderada por el Partido Comunista-fundado 1925-, bajo la órdenes de la Comintern, acompañada de los sindicatos muy activos, agrupados en la CNOC; una organización celular clandestina muy activa, de corte nacionalista, empleando acciones de sabotaje (ABC); el llamado “Directorio” (DEU) que agrupaba al estudiantado universitario, pujante en las protestas públicas y los medios de difusión, devenido un foco de activismo e ideas de reciente generación, y también la derecha tradicional desplazada del poder por Machado.
No debe olvidarse que el país padecía su peor momento económico desde la fundación de la república en 1902, resultado directo de la crisis mundial que siguió al Crack de la bolsa de Nueva York en 1929.
Washington quería la vuelta a la normalidad institucional, negociar un nuevo tratado comercial, incluyendo la deuda existente, inclusive dada la política del Buen Vecino, estaba en el aire la eliminación de la odiosa Enmienda Platt, junto a la voluntad de evitar un desembarco de marines en la Isla.
La oposición no tradicional aceptaba lo anterior, pero quería mucho más. Jaime Suchlicki en su Historia de Cuba (2006, Pureplay Press) ha retratado el momento: “Los estudiantes monopolizaban la retórica de la revolución”.
El nacionalismo en boga exigía confiscar propiedades extranjeras, limitar el capital foráneo, conceder derechos laborales, modernizar la democracia ampliando los derechos sociales, erradicar la corrupción administrativa, el voto femenino y otras demandas asociadas. El antimperialismo había alcanzado una notable influencia en el pensamiento político bajo la influencia de los comunistas. Los seguidores disciplinados de Moscú hablaban abiertamente de una revolución marxista-leninista.
Un nuevo elemento de vital importancia vino a complicar la pugna por el poder; toda la oposición, sin excepciones, estaba armada, acudiendo a las balas, los explosivos y demás actos asociados de violencia, como medio frecuente de acción política.
Aunque la violencia urbana era entonces asunto extendido a otros muchos países, en Cuba respondía a la represión que de igual manera había institucionalizado el poder público, inclusive con grupos paramilitares como la tristemente célebre Porra machadista, colaboradora de la Policía nacional.
La caída de Machado se vio acompañada por la furia popular, hubo una noche de 133 bombazos en la capital, mientras decenas de linchamientos sucedían en pleno día. Hacia los campos, más de 40 fábricas de azúcar fueron tomadas por los trabajadores. Aplicando una típica consigna enviada desde Moscú, se crearon una decena de “soviets de obreros y campesinos”, paso inicial hacia la “dictadura del proletariado.”
Pero por muy armados que estuvieran los estudiantes, las células clandestinas de una organización llamada ABC, y hasta los comunistas, agregando a los militares de alta graduación en el Hotel Nacional, se hacía evidente que ninguna de esas fuerzas era suficiente para imponer su autoridad, menos aún dadas las desavenencias entre ellas.
Los empresarios y comerciantes, de por sí afectados por la grave crisis económica, clamaban por la vuelta al orden público. La ciudadanía estaba cansada de la anarquía.
La paradoja es que los políticos se mostraban ajenos a la suerte de una fuerza tan importante como el ejército nacional. La alta oficialidad que no pudo abandonar el país cuando Machado voló a la cercana Nassau, se había atrincherado en el Hotel Nacional de Cuba, donde residía el todopoderoso embajador norteamericano, quien de inmediato se mudó al Hotel Presidente, alejándose de tan indeseable fardo del machadato.
Los soldados y clases estaban preocupados por asuntos internos, tales como salarios, uniformes y ascensos. La noticia de su revuelta resultó una oportunidad inesperada pero aplaudida por quiénes rechazaban la mediación. Entre el 4 y el 5 de septiembre Columbia pasó a ser el epicentro de la revolución.
Batista entró en esa vorágine, firmando junto a otros 18 ciudadanos ilustres-firmaron tres militares más- la destitución Céspedes, estampando su rúbrica sobre un título sustanciosamente modificado respecto al día anterior. En pocas horas era ya “Sargento Jefe de todas las Fuerzas Armadas de la República”.
La destitución del 5 de septiembre formalizó un gobierno de cinco civiles ilustres, llamado La Pentarquía, que duró tantos días como su composición numérica.
De su actuación solo queda un registro indeleble: El pentarca Sergio Carbó, periodista bien visto por los soldados, firmó un decreto nombrando a Fulgencio Batista Coronel-Jefe de las Fuerzas Armadas. En la biografía escrita por Edmund Chester, Carbó confiesa que “Le di un jefe al ejército, para que por algún medio pudiéramos evitar la anarquía abierta en el país”.
La pentarquía se disolvió al decidir que uno de ellos, el médico fisiólogo y profesor universitario, Ramón Grau San Martín, se convirtiera en presidente, jurando su cargo ante el pueblo, desde un balcón del Palacio Presidencial el 10 de septiembre de 1933.
Designado por el DEU con el apoyo de soldados rebeldes, junto a otras figuras destacadas, convertidos en una especie de asamblea considerada a sí misma la fuente del poder temporal de la república- “Asamblea de los 19”-, el gobierno de Grau respondía a las intenciones de los radicales dispuestos a pasarse de los propósitos limitados de la mediación norteamericana.
Mirando hacia atrás, era un acto revolucionario y Batista había sido parte.
De la proclama hecha al pueblo de Cuba, una promesa solemne prevaleció cuya resolución llegó a ser el logro más sustancioso de aquellos años convulsos: Convocar elección de una Asamblea Constituyente con el objetivo de redactar una Nueva carta Magna.
El estrenado coronel tenía 32 años, de adolescente cortó caña al machete, oficio de esclavos se le decía en Cuba. Luego sería repartidor de agua, carpintero, aprendiz de sastre; alistado en el ejército a los 21 años, su afán insaciable de superación le hizo taquígrafo, llegando al Estado Mayor Nacional. Hugh Thomas nos ofrece esta semblanza en su libro, Cuba, la lucha por la libertad:
“Su sangre india, era de tez casi rojiza, y poseía un gran encanto personal. Causó buena impresión al corresponsal del New York Times: "por su rapidez mental es como un rayo. Sonríe con facilidad y a menudo, y dedica completa atención a la persona que le habla". Su variada experiencia, su conocimiento de todas las partes de Cuba y de todas las clases sociales, lo convertirían, cuando llegara a ganar el poder revolucionario, en un oponente formidable, particularmente desde que quedó claro que no era simplemente un burócrata, sino un hombre autodidacta salido del pueblo, y que esperaba ser adorado por este”.
Grau San Martín aceptó al nuevo jefe del ejército, cauteloso, en apariencia dócil, astuto, hasta adulador, pero imprescindible ante el vacío de poder real. El pacto de organizaciones convertido en La Asamblea de los 19, liderada por estudiantes universitarios, distaba de un sólido acuerdo común, enfrentando a la vez la beligerancia de otros grupos influyentes en la marea política del momento.
Estados Unidos negó reconocimiento formal al nuevo gobierno, consecuencia de cómo había llegado al poder. Su posterior actuación en nada favoreció poner fin a la predisposición de La Casa Blanca. Sin embargo, las circunstancias llevaron al inevitable encuentro de Welles con Batista, a espaldas de su jefe nominal, el presidente de la nación. Las razanos del encuentro se explican en las palabras del embajador: “Usted es la única persona en Cuba que representa la autoridad”.
Un mulato ex cortador de caña, autodidacto, acabada de entrevistarse en la Embajada de los Estados Unidos con un graduado de Harvard, diplomático de carrera, representante personal del hombre que desde La Casa Blanca podía decidir hasta la intervención militar de su poderoso ejército en Cuba. El contraste desafiaba los cánones de la política prevaleciente en Washington, también en La Habana.
¿Revolucionario o Contrarrevolucionario? La actuación posterior de Batista, no la profesión de un ideario político ajeno a la naturaleza de su personalidad. nos dará las claves para una respuesta.