Entre 1925 y 1927 se había desarrollado en China un proceso revolucionario que terminó con la masacre del movimiento obrero dirigido por el recién nacido Partido Comunista, a manos del ejército chino conducido por Chiang Kai-shek, resultando cerca de 40.000 sindicalistas asesinados. La persecución desatada contra militantes comunistas en las ciudades también se desató sobre intelectuales y estudiantes, y, en el campo, contra el movimiento campesino. Aquí, un joven dirigente del Partido Comunista, llamado Mao Tse Tung, se refugió en las montañas de la provincia de Hunan, formando una base revolucionaria. Considerados «bandidos comunistas», estos grupos soportaron la política de «cerco y aniquilamiento» del gobierno. Ante tal peligro, el 19 de octubre de 1934, miles de hombres que habían formado un gobierno paralelo comunista desde la base de Kiangsi, al sudeste del país, comenzaron la «Larga Marcha», la gran epopeya de la Revolución China. Durante un año, más de cien mil hombres, mujeres y niños, recorrieron a pie 12.000 km hasta alcanzar el norte del país, debiendo franquear 18 cadenas montañosas (cinco de las cuales están cubiertas de nieves eternas) y 24 corrientes de agua importantes. Al final del recorrido, sólo 20 mil de los viajeros iniciales, lograron alcanzar la retirada estratégica que permitió la supervivencia de lo esencial del ejército rojo y del Partido Comunista. Enormes desafíos deberían enfrentar todavía los revolucionarios chinos hasta el día de la proclamación de la República Popular China, el 1º de octubre de 1949, y aún después de la victoria. La larga marcha había enseñado a Mao la necesidad de la modestia, la sencillez y la dura lucha de los militantes comunistas.

Fuente: Mao Tse Tung, “Informe ante la II Sesión Plenaria del Comité Central elegido en el VII Congreso Nacional del Partido Comunista de China (5 de marzo de 1949)”, en Obras Escogidas, t. IV, pág. 390.

“Muy pronto obtendremos la victoria en el país entero (…). Ya no se requiere mucho tiempo ni gran esfuerzo para conquistar esta victoria, pero sí para consolidarla. (…) Con la victoria, pueden surgir dentro del Partido ciertos estados de ánimo: la arrogancia, la presunción de ser hombre meritorio, la inercia y la falta de deseo de progresar, la afición a los placeres y la aversión a continuar una vida dura. Con la victoria, el pueblo nos estará agradecido y la burguesía se presentará a adularnos. Ya se ha probado que el enemigo no nos puede vencer por la fuerza de las armas. Sin embargo, la adulación de la burguesía puede vencer a los débiles de carácter que haya en nuestras filas. Puede que existan entre los comunistas algunos que el enemigo no ha podido vencer con fusiles y que ante él se han hecho merecedores del título de héroes, pero que, incapaces de resistir a los proyectiles almibarados, caerán derrotados bajo el fuego de estos proyectiles. Debemos estar prevenidos contra eso. Triunfar en todo el país es sólo el primer paso de una larga marcha de diez mil li [5.760 km,  valor de dinastía Qin]. Este paso, aunque sea digno de nuestro orgullo, resulta relativamente minúsculo; lo que aún está por venir será mucho más digno de nuestro orgullo. La victoria de la revolución democrática popular de China, mirada retrospectivamente después de varios decenios, parecerá sólo el breve prólogo de un largo drama. Un drama comienza por el prólogo, pero el prólogo no es la culminación. La revolución china es grandiosa, pero después de la revolución, el camino será aún más largo y nuestra tarea, aún más grandiosa y más ardua. Es éste un punto que hay que dilucidar desde ya en el Partido, para que los camaradas sigan siendo modestos, prudentes y libres de arrogancia y de precipitación en su estilo de trabajo y para que perseveren en su estilo de vida sencilla y lucha dura.»

Fuente: www.elhistoriador.com.ar