Por: Rubén Darío Bustillos Rávago

 

"Una nación que olvida su pasado, no tiene futuro" , Sir Winston Churchill

De una conversación que tuve con mi amigo José Ramón Calzadilla, (nombre ficticio para su protección personal) asilado en Venezuela, me hizo el siguiente relato sobre su escapatoria de la “Isla Prisión”, Cuba:

“En las barracas del cuartel, donde estábamos instalados los oficiales, en Santiago de Cuba, 3 nos pusimos de acuerdo para desertar en un viejo bote de pesca con un pequeño motor de 25 caballos, propiedad de mi tío, quien tenía permiso para utilizar no más de los 50 litros de gasolina que cargaba el tanque con lo cual, solo se podía avanzar no más de 50 kilómetros en línea recta. De tal manera que, en nuestro plan de escape, deberíamos hacer acopio, no solo de comida y agua, sino gasolina y aceite para motor de 2 tiempos. Así que, logramos conseguir algunos 50 litros adicionales de combustible con los cuales pensaba que podríamos cubrir la distancia para llegar a las playas de Ocho Ríos, en Jamaica, que se encuentra a 223 kilómetros de Santiago de Cuba. Sin embargo, no tome en cuenta el peso del bote, el agua potable, la comida y el peso de tres personas adultas, con lo cual no avanzamos más de 100 kilómetros. Es decir, nos embarcamos a las 4 am, y, 8 horas después, estábamos a la deriva, sin gasolina y a pleno sol de mediodía, con una brújula que nos indicaba la dirección suroeste hacia Jamaica, pero la corriente se empeñaba en conducirnos hacia el este.

El resto de ese día nos preparamos para defendernos de las patrullas de guardacostas cubanas, con la única pistola con que contábamos cargada con 8 cartuchos.

Pasados 3 días, descubrimos que nuestro el “Gordo Luis”, quien había estado vomitando sin cesar y se empeñaba en remar contracorriente, hacia donde él creía que quedaba Cuba, no comía, pero insistía en tomar agua en exceso la que, casi inmediatamente, expulsaba hacia el mar, lo que nos obligó a adoptar un estricto método de racionamiento de una reserva del vital líquido que disminuía rápidamente.

Al amanecer del quinto día constatamos que casi no quedaba agua en el contenedor, porque el “Gordo Luis”, se había aprovechado, mientras dormíamos, para consumirla, lo que originó una discusión y forcejeo que puso en peligro la seguridad de la endeble embarcación que me obligó a sacar mi pistola. Conminé al “Gordo Luis” a que se calmara, pero lejos de tranquilizarse golpeo a mi compañero en el rostro reiterando su intención de retornar a Cuba. En un descuido, el furioso Gordo se abalanzo sobre mi para quitarme el arma y en el forcejeo accidentalmente se disparó un tiro cuya bala se alojó en la parte baja del vientre del “Gordo Luis”, quien empezó a sangrar por la herida y se fue retirando hacia atrás hasta tropezar con la cava donde se conservaban los alimentos, cayendo sentado de cara a nosotros quienes nos precipitamos sobre él para auxiliarle, solo que al levantarle la camisa pudimos ver un orificio sin salida que le había penetrado en el bajo vientre, mientras un hilito de sangre le salía por la herida. Procedimos a cubrir su lesión con un paño, pues no habíamos previsto una situación de esa naturaleza en lo que se presumía un corto viaje hacia Jamaica.

En la tarde de ese mismo día, sentimos que algo pesado había tropezado contra el fondo del bote de madera y fibra, que, al investigar, nos dimos cuenta que estábamos rodeados de tiburones que nadaban a nuestro alrededor. Cientos de escualos hambrientos que tal vez esperaban que alguien cayera al agua para saciar su hambre, mientras que, por una pequeña fisura, en el fondo de la embarcación, comenzaba a entrar agua.

Apunte con mi pistola al tiburón más cercano y dispare un solo tiro que le penetro en la cabeza, dejando una estela de sangre que originó un festín de canibalismo entre los peces, cuyo espectáculo nos dejó paralizados de terror.

En la noche llovió un poco, dándonos la oportunidad de saciar nuestra sed y de paso recoger un poco de agua para tomar y limpiar la herida de nuestro compañero. Así mismo, constatamos que el “Gordo Luis” tenía una fiebre que le obligó a recogerse en la popa del bote, sin hablar ni dar señales de mejorar.

Durante los próximos 5 días se agotaron las provisiones de comida y de agua, mientras Luis continuaba delirando y prendido en fiebre. La grieta en el fondo de la embarcación empezaba a agrandarse y el bote hacia agua, aumentando nuestra angustia.

Esa noche, mientras evacuaba el agua divise en el horizonte las luces de una embarcación que se deslizaba, desde el oeste hacia el este; al poco rato vimos otras luces que se movían en la misma dirección y antes del amanecer otras, que avanzaban en sentido contrario, pero tan lejos en el horizonte que no nos animamos a hacer señales; pero todo indicaba que estamos relativamente cerca de un corredor de tráfico marítimo lo que aumentaba nuestras esperanzas de que alguien nos rescatara.

La debilidad causada por la tarea de achicar agua, que amenazaba con hundir la embarcación, la falta de alimentos y la sed causaban estragos en nuestra moral, pero el deseo de sobrevivir a la tragedia era más fuerte, mientras mi compañero me suplicaba que no le dejara morir ahogado.

Al amanecer del día 25 de estar a la deriva, me acerqué a ver cómo estaba mi amigo Luis, solo para constatar que había fallecido. Entonces decidimos tirarlo al mar, a fin de evitar cualquier tipo de contagio con las bacterias producidas por la herida en el estómago del Gordo que desprendía un olor nauseabundo.

Pasado solo dos días, después de haber salido del cuerpo del “Gordo Luis”, cuando a las diez de la mañana fuimos sorprendidos por la sombra de un monstruo que se erigía al lado de nuestra embarcación, como si intentara tragársela. Instintivamente me dispuse a defenderme con los pocos cartuchos que me quedaban. Un hombre con un altavoz en su mano derecha, quien se fungía como el capitán del buque, nos pidió que nos identificáramos antes de subirnos. Le manifestamos que éramos militares cubanos desertores. El capitán nos contestó que ellos no podían recogernos porque iban precisamente hacia Cuba a entregar un cargamento de petróleo y si nos llevaban de vuelta, a Fidel Castro le complacería mucho mandarnos a fusilar. Tampoco nos podían dejar en una embarcación a punto de zozobrar. De tal manera que bajaron un pequeño bote de goma que unos marineros nos ayudaron a transbordar.

No se marcharon sin antes suministrarnos abundante agua, comida y medicinas para las quemaduras causadas por los rayos solares, el bote salvavida contaba con una cubierta anti RU, linterna, pistola y cartuchos de señales, transmisor satelital (GPS), equipo de primeros auxilios y un pequeño equipo para tratamiento de agua salada, y carretes, anzuelos y demás material de pesca.

Cuando el tanquero se perdió en el horizonte, procedí a lanzar la pistola al mar y juramos no informar nada de lo sucedido con Luis.

En la tarde de ese mismo día, observamos como nuestro bote era irremisiblemente tragado por “el mar de la felicidad”.

Cuando ya nos estábamos acostumbrando a la relativa confortabilidad del bote salvavidas, a eso de las cinco de la tarde, del día siguiente, otro tanquero venezolano procedente de Kingston, Jamaica, nos recogió y en 48 horas, estábamos en un hospital público de la ciudad de Puerto La Cruz, del Estado Anzoátegui, Venezuela, donde dos agentes de la policía política venezolana, nos sometieron a interrogatorios.”

Hay miles de anécdotas como el arriba relatado, sobre millones de personas que conforman la diáspora pugnando por escapar de las garras del totalitarismo comunista, pero ninguna historia sobre alguien que haya luchado para ingresar a Venezuela, Cuba o Nicaragua, en donde sus pueblos están secuestrados por la Delincuencia Organizada. Miami, 24 de octubre de 2020. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo., @rdbustillos.

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Cordiales saludos, Rubén Darío Bustillos Rábago