Por Manuel Ballagas

 

En el Estados Unidos que conocí respetábamos las ideas ajenas y las rebatíamos sólo con argumentos, y no a palo y pedrada

Hasta hace muy pocos años yo no había oído hablar de los “Antifas”, ni de los “Occupy”, ni de ninguna otra tropa de choque que asolara a este país. Tampoco había visto apalear a personas en las calles por sus ideas políticas. Ni había visto asaltados e incendiados los edificios universitarios, para impedir conferencias y eventos semejantes.

Nunca me hubiera pasado por la mente que las universidades estadounidenses fueran a expulsar a sus profesores a causa de las ideas que expusieran. O que se prohibiera a los alumnos usar estas o aquellas palabras, o castigárseles por usarlas en presencia de ciertas personas. O que los estudiantes de ciertas razas o grupos étnicos exigieran “espacios exclusivos”.

Jamás se me hubiera ocurrido que los padres de una niña estadounidense de ocho años tuvieran que clausurar un canal de vídeos en internet donde la pequeña colgaba imitaciones de una congresista a causa del hostigamiento y hasta de las amenazas de muerte de los simpatizantes de ésta.

En todos los años que he pasado en Estados Unidos, y después de ser testigo de al menos seis traspasos de mando presidenciales, nunca había contemplado a una turba lanzarse a las calles de la capital a quemar autos y vandalizar negocios, al grito de “not my president”, sólo porque el presidente elegido libremente por sus conciudadanos no era de su gusto.

Tampoco había escuchado a un representante a la Cámara expresarse con resentimiento contra el país, ni denostar a grupos étnicos enteros, tildándoles de desleales, ni llamar al presidente “el ocupante” de la Casa Blanca. Tampoco, que yo sepa, alguien hubiera votado para convertir en legislador a alguien que defendiera a terroristas o justificara sus actos.

Me asombra, además, ver como en estos tiempos políticos de todo nivel parecen dispuestos a regalar el suelo que pisamos a extranjeros intrusos que se empeñan en asentarse en él sin permiso ni derecho. Y como también son capaces de otorgar a los usurpadores prestaciones públicas de las que ni los hijos de nuestros ciudadanos disfrutan en estos tiempos.

Se diría que hemos perdido igualmente toda noción de derecho cuando una acusación sin sustento basta en esta época para arrastrar por el lodo la reputación de cualquier figura pública. O cuando abogamos por que nuestras niñas tengan que compartir los baños públicos con un hatajo de pervertidos disfrazados de mujeres.

¿Desde cuándo ser blanco, viejo y varón se convirtió en motivo de vergüenza, y en razón para pedir pública disculpa? ¿Desde cuándo comenzamos a elevar las apetencias sexuales de los individuos en un pedestal de orgullo, y convertimos la conciencia religiosa personal en una falta grave, digna de ser juzgada en los tribunales?

¿Por qué hemos de pedir disculpas por entonar el himno y enarbolar la bandera? ¿Por qué hemos de echar abajo los monumentos erigidos en el pasado, en vez de dedicarnos a levantar los que enaltezcan las glorias del presente? ¿Por qué hemos de temer a fantasmas “supremacistas” cuando la verdadera amenaza es la supremacía de la demagogia? No ceso de asombrarme.

En el Estados Unidos que conocí respetábamos las ideas ajenas y las rebatíamos sólo con argumentos, y no a palo y pedrada. No se pretendía vivir del prójimo, sino apoyarle en su hora de necesidad. La nación no se hallaba quebrada por continuas trifulcas de raza, sexo y clase social azuzadas por odiadores de profesión.

¿Qué ocurrió a nuestro país? ¿Cuándo lo dejamos morir?