Por Néstor Carbonell Cortina

 

(Resumen de la conferencia pronunciada en el Congreso Martiano celebrado en Nueva York, el 24 de mayo del 2003, bajo los auspicios del Centro Cultural Cubano que preside Iraida Iturralde).

Me honra y me complace participar en este Congreso Martiano y compartir la tribuna con figuras destacadas de nuestra intelectualidad.    La imagen de Martí que me propongo evocar en este acto no es la del Apóstol reposando en el Olimpo de la fama, sino la del patriota luchando contra viento y marea en su noble empeño libertador. Este enfoque quizás nos sirva de inspiración y ejemplo en nuestro destierro interminable, y nos permita extraer enseñanzas valiosas de la ciclópea hazaña de nuestro homenajeado. Recorramos a galope la vía dolorosa de Martí, desde su adolescencia hasta su inmolación, deteniéndonos en las estaciones que dejaron huellas profundas en su alma.

LA PRISIÓN

Tenía Martí 16 años en octubre de 1869 cuando se producen los hechos que determinan su arresto. El alzamiento de Céspedes en Yara un año antes había inflamado el espíritu del joven rebelde. El encarcelamiento y posterior deportación de su queridísimo mentor, Rafael María de Mendive, estremecen a Martí, pero no lo amilanan. Junto con su “hermano del alma,” Fermín Valdés Domínguez, expone sus ideas contrarias al régimen colonial y a favor de la revolución en la hoja volante El Diablo Cojuelo y en el semanario La Patria Libre, que recoge su drama patriótico Abdala.

Condenado a seis años de prisión por acusar de apostasía a un condiscípulo que se había alistado para luchar contra los patriotas insurrectos, Martí relata  su  experiencia traumática detrás de las rejas. En un folleto titulado El Presidio Político en Cuba describe, en carne viva, los horrores que vio y sintió en las canteras de San Lázaro, “manchadas de crimen y sangre.” Lleva estoicamente la cadena que, unida al grillete remachado al pie derecho, le deja una lesión permanente en la pierna y el tobillo, y una dolorosa tumoración en el área inguinal.

La sensibilidad de Martí respecto a sus progenitores atormenta su espíritu, pero no lo desvía de su misión patriótica. Discrepa de su padre, ex oficial español apegado a la Metrópoli, declarándose  “Alma libre y fiera…, nacida a no abatirse jamás ante ningún género de despotismo…” Pero reconoce como buen hijo que “si recibió algún impulso, fue de él…” Y a su madre, que sufre viendo al hijo llagado y macilento en el presidio, le escribe: “Mírame, madre, y por tu amor no llores: Si esclavo de mi edad y mis doctrinas, Tu mártir corazón llené de espinas. Piensa que nacen entre espinas flores.”

DEPORTACIÓN Y NUEVOS ENFRENTAMIENTO

Indultado y deportado a España en 1871, Martí, con la salud quebrantada y apenas sin recursos para sostenerse, continúa a saltos sus estudios académicos en la Universidad Central. Asimismo, alza su voz vigorosa de protesta por el fusilamiento de los estudiantes de medicina en Cuba, y publica su contundente alegato en pro de la independencia de la isla: La República Española ante la Revolución Cubana.

Martí completa en Aragón sus estudios de derecho y de filosofía y letras. Refrenando sus románticas tentaciones, decide reunirse con su familia, necesitada y sola en México. Allí sobresale en los círculos literarios como novel poeta y periodista, y su corazón ardoroso se rinde ante la belleza de su futura esposa, Carmen Zayas Bazán.

Pero los valores éticos y políticos de Martí son incompatibles con el golpe militar en México de Porfirio Díaz. Se ve, pues, obligado a marcharse del país porque  “con un poco de luz en la frente no se puede vivir donde mandan tiranos.”

Algo similar sucede, poco después, en el país de la idílica Niña de Guatemala, donde Martí se abría paso como brillante profesor e intelectual, y donde, tras su matrimonio con Carmen, pensaba establecerse. Por cuestión de principios decide irse de Guatemala. Un dictador había sido injusto con el amigo cubano que protegía a Martí, por lo que éste le dijo a su compatriota: “Renunciaré aunque mi mujer y yo nos muramos de hambre.” Y renunció.

REGRESO A CUBA Y SEGUNDA DEPORTACIÓN

Acogiéndose a la promesa de apertura política proclamada por España a raíz del Pacto del Zanjón, Martí, al igual que otros emigrados cubanos, regresa a la isla con su mujer embarazada a mediados del ’78. La airada protesta de Maceo en los Mangos de Baraguá no halla eco en la población exhausta tras diez años de guerra.

El entonces Capitán-General Martínez Campo, “El Pacificador,” se esfuerza en lograr la reconciliación nacional con reformas liberalizadoras, pero España frustra la autonomía con rígidas restricciones. Martí, quien ejercía como abogado y deslumbraba con su verbo elocuente en el Liceo de Guanabacoa, pronto comienza a conspirar en unión de Juan Gualberto Gómez y otros separatistas. Su grito de rebeldía retumbó en el banquete celebrado en honor del periodista Adolfo Márquez Sterling: “…El hombre que clama vale más que el que suplica…Los derechos se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan.”

Presente en el acto se encontraba el nuevo Capitán General, Ramón Blanco, quien ante la osadía de Martí, exclama: “Quiero no recordar lo que yo he oído y no concebí nunca  se dijera delante de mí, representante del gobierno español. Voy a pensar que Martí es un loco…pero un loco peligroso.”

Estalla la Guerra Chiquita en agosto del ’79, y Martí es detenido en La Habana. Las autoridades coloniales le insinúan que si él declarase en los periódicos su adhesión al gobierno español, se le permitiría continuar viviendo en Cuba. Su repuesta fue terminante: “Martí no es de la raza vendible.” Es así que se ve forzado a salir, en su segunda deportación, rumbo a la Península y a desprenderse de su mujer y de su hijo recién nacido.

EL INCIDENTE CON MÁXIMO GÓMEZ

Martí, con 31 años, ya había adquirido cierto renombre en los círculos revolucionarios de Nueva York que apoyaron la fracasada Guerra Chiquita. Tras una breve estadía en Venezuela, donde choca con la soberbia dictatorial de Antonio Guzmán Blanco y se ve conminado a marcharse del país, Martí se propone explorar con Máximo Gómez y Antonio Maceo las posibilidades de un nuevo intento emancipador.

Martí llega con alguna reserva y desasosiego a la reunión en Nueva York con los dos recios adalides. Unos meses antes, Máximo Gómez había dictaminado en su programa revolucionario que al General en Jefe del Ejército le correspondería la organización y ejecución del movimiento.

La preocupación de Martí se agudiza en la reunión cuando se le ordena acompañar a Maceo en su misión a México. Al formularle Martí algunas objeciones a Máximo Gómez, éste le interrumpe bruscamente: “Vea, Martí, limítese usted a lo que digan sus instrucciones, y lo demás el General Maceo hará lo que debe hacer.”

Martí se retira de la reunión apesadumbrado por la tendencia autoritaria que palpaba. Dos días después, le escribe a Máximo Gómez: “….Hay algo que está por encima de toda simpatía personal que usted pueda inspirarme, y es mi determinación de no contribuir en un ápice…a traer a mi tierra un régimen de despotismo personal…”  Agrega después sin ambages: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento…” Y concluye su carta en estos términos: “….A usted, lleno de méritos, creo que lo quiero; a la guerra que en estos instantes me parece que, por error de forma, acaso está usted representando, no…”

Máximo Gómez, sorprendido y dolido por la reacción de Martí, decide no contestar lo que califica de insultos. La lamentable ruptura entre los dos próceres es completa, pero sólo será temporal. Hay en ambos demasiada nobleza para anidar enconos.

TREGUA Y DESGARRAMIENTO

El período que sigue, de 1884 a 1891, es para Martí de tregua revolucionaria. Escala la tribuna para conmemorar las efemérides patrióticas, mas no se suma a ninguna gesta festinada. Aguarda el momento oportuno. En el ínter, trabaja intensamente como corresponsal de varios periódicos, traductor, ensayista y profesor, y publica la Edad de Oro, revista para los niños. Después, recuperando su salud quebrantada en las montañas de Catskill, escribe sus Versos Sencillos, que incluyen poemas inmortales que van de La Rosa Blanca a La Niña de Guatemala.

 En repuesta a un violento y desdeñoso artículo anexionista publicado en el diario The Manufacturer de Filadelfia, Martí defiende con singular lucidez y vigor el honor mancillado de los cubanos, a la vez que aclara que “amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting.”

A consecuencia de la airada protesta de España por las invectivas contra la Metrópoli desatadas por Martí, éste se ve obligado a renunciar a su representación en  tres consulados latinoamericanos. Asimismo, dimite como presidente de la Sociedad Literaria Hispanoamericana. Perdió así la remuneración que mucho le urgía, pero ganó la libertad para emprender, sin ataduras, la tarea que tanto ansiaba.

En lo personal, trata Martí de salvar su malogrado matrimonio con Carmen Zayas Bazán, quien con el hijo había vuelto al lado de su esposo en Nueva York. Mas este último intento de reconciliación no tuvo un desenlace feliz. Las prolongadas separaciones habían minado la unión conyugal. Y el vacío de la soledad de Martí, que con ternezas habían llenado en Nueva York otra Carmen (Carmen Mantilla), y la niña adorada, María Mantilla, vino a colmar la copa.

En esas circunstancias, Carmen Zayas Bazán logra, a espaldas de Martí, regresar a Cuba con el hijo idolatrado que Martí llamara Ismaelillo, el monarca de sus poemas, su caballerito ya espigado. Como un puñal le hiere en lo más hondo la noticia a Martí. Se pasea como un loco por su angosto cuarto, tratando de contener sus sollozos, y cae enfermo.

TAMPA Y CAYO HUESO: DE LA DESCONFIANZA A LA APOTEOSIS

Al recobrar las riendas de su vida, le llega a Martí una misiva que lo anima y levanta. El Presidente del Club Ignacio Agramonte en Tampa, veterano de la guerra del ’68 y a la sazón patriarca de Ibor City, Néstor Leonelo Carbonell, lo invita a participar en una magna velada patriótica en noviembre de 1891. Martí era ya bastante conocido en los grandes centros de emigrados cubanos de Tampa y Cayo Hueso, aunque nunca los había visitado, pero muchos patriotas de la Guerra Grande no le tenían plena confianza, sobre todo después del incidente con Máximo Gómez y Maceo.

Martí se da cuenta de la importancia de la invitación y le escribe a Carbonell: “De lejos he leído su corazón y desde acá he visto el mucho oro de su alma viril, donde corren parejas la ternura con la luz.” Y después agrega: “…sufro del afán de ver reunidos a mis compatriotas. ¿Y me querrán ellos a mí como yo los voy queriendo? ¿Es la patria quien nos llama? Obedezcamos, pues que de seguro ella nos alienta para algo grande…” Y grande fue sin duda la histórica visita de Martí a Tampa.

Allí pronunció dos discursos antológicos que electrizaron a los emigrados. El primero, que resonó el 26 de noviembre, comienza con la famosa frase: “Para Cuba que sufre, la primera palabra.” Arremete Martí contra los que esparcen el miedo a las tribulaciones de la guerra emancipadora, el miedo a la falta de experiencia en el gobierno propio, y el miedo a la hermandad de las dos razas. Y concluye su perorata exhortando a los emigrados a “formar filas” y a llevar como estandarte “la fórmula del amor triunfante: Con todos y para el bien de todos.”

En su segundo medular discurso al día siguiente, conmemorando el vigésimo aniversario del fusilamiento de los estudiantes de medicina, Martí entona ante su “tumba inolvidable el himno de la vida.”  Y cierra con la esperanza que le infunde la unión emergente entre los combatientes de ayer y los reclutas de hoy, entre los viejos robles y los pinos nuevos.

Martí deja a su paso por Tampa no sólo el eco de su verbo rutilante, sino las Resoluciones de la Emigración de Tampa, que fueron como el prólogo de las Bases del Partido Revolucionario Cubano, eje central de la guerra libertadora.

Pronto corre en Cayo Hueso la noticia del triunfo apoteósico de Martí en Tampa. Ansioso de visitar el Cayo, Martí acepta la invitación que le extiende un comité y llega a ese importantísimo centro de emigrados en la Navidad del ’91.

Casi sin voz, con una bronco-laringitis, pronuncia varios fervorosos discursos que culminan en un desbordamiento patriótico en el Club San Carlos. Martí bien sabe que para consolidar su liderazgo, sin previa experiencia militar, tiene que ir más allá de las palabras.

Despejando dudas y sumando voluntades, Martí logra la aprobación de las Bases del Partido Revolucionario Cubano que había redactado. Con gran habilidad política, respeta las organizaciones existentes, y sólo crea una sencilla superestructura representativa, llamada Cuerpo de Consejo, para coordinar esfuerzos y trazar directrices. No se impone él con el título de presidente, sino que se somete a elección como simple delegado.

Desplegando visión de estadista, advierte en las Bases que “no se proponían perpetuar en la República…el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia, sino fundar…un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer…los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud.”

LA VIL CALUMNIA

Tras su éxito rotundo en Cayo Hueso, Martí se prepara para emprender la ardua tarea organizadora, cuando de pronto llega de La Habana un brulote de injurias que lo sacuden e indigna.

El ataque frontal lo urdía un veterano de la Guerra del ’68, el teniente coronel Ramón Roa, quien habiendo sido ayudante de Ignacio Agramonte, se pasa al lado de los españoles en las negociaciones del Pacto del Zanjón. En su libro titulado A Pie y Descalzo, exagera episodios tétricos de la guerra para sembrar el desaliento entre los que Martí trataba de incorporar en la nueva lucha por la independencia de Cuba.

Martí le salió al paso a esta campaña derrotista. Roa, quien años atrás había llamado a Martí “Jesús inútil,” se valió de Enrique Collazo y de otros veteranos de la guerra para acusar a Martí, en carta abierta, de cobarde y vividor. En su respuesta a Collazo, Martí asevera: “…Jamás fui el hombre que usted pinta…Creo, Sr. Collazo, que le he dado a mi tierra, desde que conocí la dulzura de su amor, cuanto hombre puede dar... Creo que no me falta valor necesario para morir en su defensa.”

De este lance tempestuoso, sale Martí triunfador. Los clubes patrióticos de la emigración se ponen resueltamente a su lado. Roa queda desacreditado y marginado. Los firmantes de la carta insultante se arrepienten de la injusticia cometida, y Collazo no sólo sirve a Cuba y a Martí con lealtad, sino que firma con él, a principios de 1895, la Orden de Alzamiento.

DESCALABRO EN FERNANDINA

Superado esta crisis, se entrega Martí, en cuerpo y alma, a la causa redentora. Vive “montado en un relámpago,” viajando a todas las localidades donde había cubanos, estrechando lazos, allegando fondos, comprando armas, alistando reclutas. Funda el periódico Patria, y crea el Estado Mayor del Ejército Libertador, alineando a Máximo Gómez en Santo Domingo y a Maceo en Costa Rica.

Unos días antes de que Martí consumara su audaz plan revolucionario---el desembarco casi simultáneo en Cuba de tres expediciones armadas---se  produce una catástrofe que parecía fatal. Un traidor denuncia el plan ante las autoridades norteamericanas, las cuales proceden a detener en Fernandina, Florida las tres embarcaciones con los pertrechos de guerra.

Martí, desencajado y pálido al recibir la infausta noticia, se derrumba, pero el estremecimiento no dura mucho. Un joven abogado norteamericano, devoto de Martí, Horacio Rubens, logra rescatar el cargamento decomisado. La Sra. Luciana Govín ofrece suficientes recursos para seguir adelante. Y aquellos emigrados escépticos que nunca pensaron que Martí pudiese traducir sus aparentes quimeras en realidades tangibles, se sumaron al carro de la revolución.

LUCES Y SOMBRAS EN SUELO PATRIO

Con renovada fe y prestigio acrecentado, Martí finaliza los preparativos de la guerra. Les remite instrucciones secretas a Juan Gualberto Gómez dentro de un tabaco, autorizando el alzamiento en la isla durante la segunda quincena de febrero del ’95. Contando con muy pocos recursos financieros, Martí decide que Flor Crombet se haga cargo de la expedición de Costa Rica, visto que él podía hacerlo a un costo bastante inferior al señalado por Maceo. Esta decisión lastima el orgullo del General, quien acata pero no olvida.

Martí viaja a Santo Domingo para reunirse con Máximo Gómez, y desde allí partir juntos para Cuba. Antes de zarpar, redacta y firma conjuntamente con el Generalísimo el Manifiesto de Montecristi, que define los objetivos fundamentales de la revolución: “libre de odios”; con pleno “respeto para el español neutral y honrado”; y “con indulgencia fraternal para el cubano tímido o equivocado”.

Tras el desembarco azaroso por mal tiempo en Playitas, cerca de Baracoa, se inicia la campaña que Martí recoge en su vívido Diario. Durante 38 días, recorren a pie y a caballo 375 kilómetros y hacen escala en 25 campamentos. Martí soporta calladamente sus padecimientos físicos, y en una de sus cartas privadas confiesa: “Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido avergonzado y arrastrando la cadena de mi patria toda mi vida. La divina claridad del alma aligera mi cuerpo…Me siento puro y leve, y siento en mí algo como la paz de un niño.”

Para sorpresa de Martí, Máximo Gómez le otorga el grado de Mayor General del Ejército Libertador. Las huestes mambisas lo vitorean y le llaman Presidente, título que él declina. Todo marchaba armoniosamente hasta que el 6 de mayo, en el ingenio La Mejorana, se produce el áspero encuentro de los tres grandes: Martí, Máximo Gómez y Maceo. La atmósfera es tensa. Maceo no olvida la decisión de Martí sobre la expedición   de Costa Rica, pero las divergencias son más profundas que el agravio.

Maceo aprueba el Manifiesto de Montecristi y acepta los respectivos nombramientos que recaen sobre el triunvirato,  pero insiste en que el gobierno en armas debe estar regido por una junta de generales elegida por la Asamblea de Delegados.  Cuando Martí trata de articular su objeción para evitar tendencias autoritarias, Maceo le corta la palabra como si Martí fuese “la continuación del gobierno leguleyo, y su representante.” Durante el almuerzo, Maceo mantiene su postura y agrega que en breve  enviará su representación a la Asamblea de Delegados integrada por “gentes que no me las pueda enredar allá el doctor Martí.”

Al día siguiente los tres grandes volvieron a reunirse. Maceo, arrepentido de su comportamiento con Martí, se disculpa y lo colma de atenciones. El Titán de Bronce era demasiado grande para albergar bajezas. Y Martí tenía un alma demasiado pura para alimentar rencores. Queda superado, aunque no resuelto, el grave incidente.

MUERTE E INMORTALIDAD

En carta a su entrañable amigo mexicano, Manuel Mercado, Martí, cansado quizás de desfacer entuertos, o acaso considerando cumplida su misión primordial, le expresa su propósito de deponer su autoridad ante la Asamblea de Delegados que iba a celebrarse. Con noble desinterés afirma: “Sé desaparecer.”

Llega el fatídico día 19 de mayo del ’95. Martí y Máximo Gómez se encuentran acampados en Dos Ríos. Informado de la presencia de fuerzas españolas en las cercanías, Gómez, con voz enérgica, grita, “¡A caballo!” y ordena a Martí que permanezca en la retaguardia. Este no obedece. Acompañado por el joven Miguel Angel de la Guardia, Martí avanza en su corcel para reunirse con el Generalísimo, y muere abatido por las balas enemigas “de cara al sol.” Tenía el Apóstol 42 años.

Máximo Gómez, quien con los ojos humedecidos guardara silencio ante el desplome fatal de su compañero, capturado por los españoles al mando del coronel Sandoval, escribió después en su despedida: “Duerme en paz, amigo querido, que yo digo de ti lo que dice la historia del héroe griego: ‘Bajo el cielo azul de tu patria no hay tumba más gloriosa que la tuya.”

La tumba de que hablara Gómez no marca un final, sino un renacer. Los que por la patria dan su vida, no un día, sino todos los días, no mueren en el sepulcro: ascienden en alma al Cielo, nimbados por la gloria, en alas de la eternidad.

Es por eso que Martí, en espíritu, está presente entre nosotros, redivivo no sólo por la fe, sino por la necesidad. La necesidad de aferrarnos a su ejemplo para no caer en el desaliento, ni abdicar de los principios, ni cejar en la larga lucha hasta que Cuba emerja del despotismo como él hubiera deseado: ¡gallarda y libre como el Turquino, amorosa y pura como la Rosa Blanca!