Parecería que el título de este trabajo es disparatado o que está al revés. Por supuesto que siempre habrá preguntas que permanecen sin contestarse. Pero, ¿cómo es posible responder a una interrogante que no existe? Afirmo que es posible, sólo que para ello es necesario poseer alguna imaginación y algo de elocuencia. Siempre procuro dirigir mis análisis semanales hacia asuntos que el espacio permita enjuiciar. Dos cuartillas a la semana no pueden cubrir todos los sucesos ocurridos durante ese tiempo y por eso ni lo intento. Sería un esfuerzo incompleto en el mejor caso y baldío en el peor. Sólo puedo analizar y sintetizar, para que quepan en esta minúscula entrega, aquellos acontecimientos que presencio, o los que recibo de una fuente creíble.

 

Una actividad que cumple una de esas dos condiciones fue el debate de los candidatos presidenciales del Partido Republicano por la cadena nacional ABC el pasado viernes 6 de enero. Hubo otro debate transmitido por NBC en la mañana del sábado, pero también hay un límite al tiempo que dispongo para enterarme del acontecer.

 

Fue durante ese debate del viernes que algunos de los candidatos tuvieron la habilidad y el coraje de referirse a temas que los deshonestos panelistas trataron miserablemente de silenciar. Nada es más evidente que el contínuo y repulsivo esfuerzo de una gran mayoría de la prensa por marginar o silenciar cuanto pueda parecer negativo a las aspiraciones a un segundo término en el poder por la presente administración.

 

Me refiero a debates razonablemente inescapables como el desastroso estado de la economía, las verdaderas causas de esa debacle y la gigantesca, siempre creciente deuda nacional. Temas objetivamente primordiales para cualquier periodista que se respete. 

 

El insignificante George Stephanopolus, antiguo e incapaz mandadero de Bill Clinton le preguntó al ex gobernador Mitt Romney su opinión sobre una mitológica prohibición a las ventas de anticonceptivos. Creí que soñaba. ¿Se creerán estos panfleteros improvisados que los televidentes padecemos de retraso mental? ¿Prohibición de ventas de anticonceptivos? Jamás soñé escuchar una pregunta más patética.

 

Cuando el candidato Mitt Romney puso en su sitio al diminuto “anchorman” de ABC, el hombrecito en medio de una risa nerviosa enjugó una enorme gota de sudor que le corría de la frente a su abundante la nariz: “Te aseguro que nadie quiere prohibir la venta de anticonceptivos, George. No te preocupes por eso. ¡Déjalo como está!”. El atronador aplauso con que fueron recibidas estas frases conmovió el local.

 

La historia de la parcialización en la mayor parte de la prensa doméstica norteamericana hacia la izquierda no es nueva.   Sin embargo, nunca hasta hoy el deseo insano de ocultamiento y la deshonesta voluntad de crear debates artificiales se ha manifestado de forma más manifiesta. ¿Que la deuda nacional está subiendo en proporción geométrica? ¿Y qué? Ese tema carece importancia. Alguien conspira para poner en peligro la capacidad del pueblo para adquirir anticonceptivos. ¿Dónde se esconden esos villanos que pretenden incrementar la ya descomunal población del mundo? ¡Confiese Mr. Romney!

 

¿Que en el mejor de los casos los energúmenos de Irán están sólo a un año de obtener suficiente uranio enriquecido para fabricar un arma nuclear? ¡No nos hagan perder el tiempo con tonterías y dígannos quién o quienes ocultamente se interesan por establecer leyes que nieguen el acceso a los anticonceptivos!

 

¿Qué el régimen de Teherán amenace con obstruir el tráfico marítimo por el Estrecho de Ormuz, sugiriendo una posible depresión económica mundial ante la carestía de crudo? ¿Qué importancia tiene eso comparado a la siniestra conspiración para negar el acceso público a los anticonceptivos?

 

¿Que el Ejecutivo en Washington con la cooperación de sus operativos en el Senado niegue el permiso oficial para fabricar un oleoducto, que cuenta con la venia oficial de las uniones laborales, para que desde el vecino Canadá se envíe crudo a refinerías en Estados Unidos? ¿Que esa acción obligue a Otawa a vender ese combustible a nuestros “amigos” chinos, creando por carambola un peligro ambiental tres veces peor que el oleoducto? ¿Que ese obstaculizado proyecto aseguraría trabajo inmediato y bien remunerado para más de 20,000 obreros norteamericanos? ¡Todo eso es trivial comparado a que alguien encubierta y solapadamente conspire contra nuestro libre acceso a los condones y a las píldoras!

 

Como bien afirmara Lincoln es imposible engañar a todo el pueblo todo el tiempo. ¿Cree el amigo lector en la existencia de una conspiración en Estados Unidos para imponer leyes que prohiban el libre expendio de anticonceptivos? ¿A qué nivel y en qué comunidad aprobarían semejante absurdo las legislaturas, las cortes o el pueblo? Por hacer esa grotesca pregunta mientras el inefable líder Ahmedinejad se dirigía a La Habana, Caracas y Quito, se puso nervioso George el pequeño. En la segunda escala de ese periplo, el piojoso iranés caería en los amantes brazos del antropoide llanero.

 

Por eso transpiraba Stephanopolus. Por eso corrían gruesas gotas de sudor desde la estrecha frente del ñomo “anchorman” hasta su agresiva, “pinochesca” nariz. Sólo en el cuento de “Alicia en el país de las maravillas” valdría esa pregunta por todas las que no hizo.