Por Esteban Fernández Roig

 

Recuerdo que una vez trajeron a mi hogar una lavadora de ropa. Se trataba de una promoción de una compañía de efectos eléctricos que nos dejaba la lavadora de ropa por un fin de semana, a prueba, y si nos gustaba nos quedábamos con ella haciendo pagos mensuales.

Gustarnos fue poco, nos encantó. Y mi madre, que siempre durante toda la vida se había ocupado de lavar toda la ropa de la casa, quedó relegada por mi hermano y por mí quienes nos volvimos locos lavando mañana, tarde y noche por dos días.

Y no solamente eso, sino que le pedíamos a mi madre que buscara más ropa sucia para seguir lavando. Ese fin de semana no salimos a ninguna parte. Aquello era un vacilón.

La lavadora, comparada con las actuales, era una basura. Era portátil con un largo cordón que se enchufaba a la electricidad. Arriba tenía como un par de rolos (ver la foto) y por entre ellos metíamos la ropa empapada y después había que ponerla a secar en la tendedera.

Encaramados en el muro del patio estaban Emilio Garcés y había un montón de muchachitos quienes me miraban  y me pedían que les permitiera brincar el muro con sus calzoncillos y medias sucias y lavarlas en mi casa.

Después de mucha coba tuve “la gentileza” de permitirles lavar sus trapos sucios. Y parece que mis vecinitos se fueron con el chisme a los demás niños del barrio y ya había cola en mi casa tratando de lavar junto a mí.

A cada rato mi madre gritaba de lejos: “¡Van a romper ese artefacto y después vamos a tener que pagarlo de todas maneras!”

Increíblemente el sábado como a las cuatro de la tarde mi madre me anunció: “Paren un rato de lavar ropa, vayan al patio, jueguen un rato, tírense todo lo que quieran en la tierra, porque dentro de dos horas vienen mis hermanas Angélica y Evangelina, a ver cómo funciona esa lavadora y quiero tener alguna ropa sucia en la casa para enseñarlas a lavar”. Aquello era una verdadera fiesta.

Al otro día cuando mi padre salía para el Ayuntamiento donde estaba trabajando de Secretario de la Administración “Auténtica” del sobrino y alcalde Jaime Quintero Gómez y tuvo la desagradable noticia de que yo le había tirado adentro de la lavadora su sombrero “jipijapa” y se había echado a perder.

Esa misma tarde mi padre -entre riéndose y bravo- me regañó diciéndome que “En el Ayuntamiento Jaime, Joseíto “el Colorado” y el concejal Eugenito Domínguez  Guerra se habían burlado de él por la forma en que yo le había destruído su sombrero".

Y utilizó esa excusa para que el lunes por la mañana viéramos con tristeza como se llevaban aquella lavadora que tanto disfrutamos un fin de semana hace más de 69 años.