Por Esteban Fernández Roig Jr.

 

Durante los años 50 no escaseaba nada. En nuestra mesa  no habían manjares exquisitos ni exóticos, nada de lujos, vaya, nunca en mi casa comí paella ni conocía el caviar, pero “Jama” no faltaba. Mi madre no era la gran cocinera, pero nos gustaba lo que cocinaba. Solo le quedaba mal, muy mal, el quimbombó...

Por las mañanas café con leche y pan con mantequilla. De pronto yo descubrí algo que me encantó y era pan con aceite y ajo. Y lo incorporé al desayuno.

Ya desde las ocho de la mañana mami invariablemente preguntaba: “¿Qué quieren comer de almuerzo? “ Y a la una de la tarde preguntaba “Y… ¿ qué desean cenar hoy?” Era una dulce matraquilla.

Mi padre trabajaba en el Ayuntamiento de “Secretario de la Administración Auténtica”. Y a las 12 del mediodía venía a almorzar. El almuerzo era suculento, a veces hasta fabadas asturianas y caldos gallegos. Si lo que cocinaba mi madre no me gustaba, ella iba al patio y buscaba en los nidos de las gallinas un par de huevos.

Los freía, los ponía encima del  arroz blanco desgranado, dos platanitos maduros y una tajada de aguacate. Si me ponía dichoso un poquito de picadillo. Por las tardes la comida era más ligera, una sopita, una ensaladita, un sándwichito, unas frutas y un vasito de leche.

Mi madre en su único gesto rebelde y feminista en toda su vida se declaró en huelga los domingos, y aseguró que “la fonda” estaba cerrada. Se sentó en el portal a echarse fresco con un abanico que le había obsequiado la vecina Estrellita Garcés Hernández…

Entonces ese día era “un peso para mi, un peso para mi hermanito”, y con eso resolvíamos una frita de Medina, una Salutaris, una cajita de chicles Adams y la tanda del cine Campoamor a ver en estreno y por primera vez en Cinemascope “El  Manto Sagrado”…Cinco vueltas al parque y a las 10 de la noche tenía -de todas todas- que  estar entrando  por la puerta de la casa del Residencial Mayabeque .