Por Esteban Fernandez

 

Hace exactamente 61 años un hombre montado en una  bicicleta llegó a mi casa, en sus manos traía un telegrama. Desde el portal gritó mi nombre. Con manos sudadas y temblorosas lo abrí. Era el  telegrama que escuetamente me anunciaba el día exacto de mi salida: 12 de agosto 1962, vuelo de la Pan American, Aeropuerto José Martí.

No me preocupó mi padre en lo absoluto, casi desde que nací me aclaró que éramos (él y yo) “machos enteros”, que los hombres no lloran, y me inculcó, siendo yo un muchachito, desde el mismo 26 de julio del 53, un odio acérrimo contra el castrismo y me aseguró que “aquello se caía muy pronto”… Con él no había titubeos…

Pero, miré a mi madre, ella era diferente, era apolítica, era la que cuando me deslizaba en segunda base jugando béisbol corría a limpiarme la sangre en mi rodilla. Era la que me amamantó al nacer, era la que me rogaba que no me metiera en peligros ni asumiera posiciones radicales contra la recién estrenada tiranía.

Era la que desde el 10 de Marzo  del 52 y desde el ataque al Moncada me repitió mil veces que: “Ella no era Mariana Grajales  y no quería hijos mártires”. Hasta pena me daba mirarla a los ojos durante la larga semana que precedió a mi salida.

Y esa mañana estaba agarrada sin soltar de la mano a su hermana Angélica quien parecía sostenerla por horas para evitar que cayera desmayada al piso.

Así llegamos a Rancho Boyeros, y como un bólido entré en la pecera.

En la distancia veía a mi madre que a cada segundo se llevaba un pequeño pañuelito (hoy diera todo lo que tengo por ese pañuelito) a la cara para secarse las lágrimas. Y levantaba la mano en forma de despedida. Angélica  la tenía abrazada sin soltarla.

Aunque muchas ganas tenía no lloré, no quería que los HP milicianos me vieran llorar…Solamente grité: “¡Regreso pronto!” No creo que me oyó, parece que Dios tampoco me escuchó.