Por Esteban Fernandez

 

Yo era un muchacho tranquilo, jugaba, retozaba, practicaba deportes como el béisbol y ping pong. Lo cierto era que no les daba ningún dolor de cabezas a mis padres. Me portaba perfectamente bien.

Eso, unido a ser extremadamente cariñoso, respetuoso y nunca contradecirlos, lograba una armonía completa y una niñez hermosa . Jamás se vieron en la necesidad de pegarme y los regaños fueron mínimos.

De mis estudios no tenían quejas. Jamás fui un estudiante brillante, pero tampoco era un tolete. Puedo asegurarles que era un hogar verdaderamente feliz.

DE SÚBITO EL CASTRISMO ACABÓ CON ESO:  Desde el mismo 1959, desde el inicio de nuestra gran tragedia,  LOS FIDELISTAS me llevaron recio, me convirtieron en un paria, me llamaron gusano y niño bitongo, hasta los camiones de cortadores de cañas se paraban al frente de mi casa en el Residencial Mayabeque a gritarme “¡Paredón!”

 Y yo -de sopetón y en respuesta a los energúmenos que se habían adueñado de Cuba- dejé de ser el muchachito dócil, DEJÉ ETERNAMENTE DE SER UN HIJO OBEDIENTE PARA CONVERTIRME EN UN TREMENDO ANTICASTRISTA. A sangre y fuego contra los esbirros y chivatientes, ignorando todo consejo de mis padres al respecto.

Vaya, cuando yo salía a la calle se quedaban en un hilo, preocupados porque en incontables ocasiones recibían la noticia de que yo estaba detenido.

Y aquella confianza que a través de toda una corta vida me había ganado se esfumó por completo.

Mis padres me obligaron a salir de Cuba, pero esa no fue una solución para sus inquietudes. Las noticias les llegaban de todas partes de mis actividades anticastristas de las cuales siempre he estado orgulloso.

Sin embargo, ellos murieron sin haber recobrado la confianza en aquel niñito dulce y cobero que les daba 10 besos al día.