--22 de noviembre de 2020−

Padre Joaquín Rodríguez

                                                                  

“A ustedes, ovejas mías, las voy a juzgar”. “Devolverá el Reino de Dios Padre para que Dios sea todo en todos”. “Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros”. Son éstas las palabras que introducen las lecturas de este domingo de Cristo Rey, en la liturgia de la palabra para el Ciclo A,

presidido y guiado por el evangelio de San Mateo.

El evangelio del día viene precedido, en San Mateo, de los dos proclamados los domingos anteriores, con fuerte contenido escatológico: “el Reino de los

Cielos se parece a diez doncellas” (parábola de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias); y la parábola de los talentos”, textos que nos invitaban a la vigilancia activa y comprometida.

Hoy leemos la parábola del “juicio final”, tan conocida al menos respecto al tema y las imágenes con las que Jesús nos enseña que nos enfrentaremos a un juicio en el que seremos examinados por el Pastor Supremo sobre el amor, fundamento de la vida divina en nosotros y de la relación con Dios y los hermanos.

El discurso de Jesús sobre las realidades últimas según san Mateo termina este día con la manifestación de Cristo como supremo Pastor, Rey y Juez de todos los hombres, conforme a la profecía de Ezequiel (34, 11-12.15-17), para realizar la definitiva separación de buenos y malos según el criterio del trato que dieron al prójimo en esta vida (Mateo 25, 31-46). -

Cristo comenzó su reinado junto al Padre como verdadero Dios y hombre a partir de su Resurrección. Al final de los tiempos, incorporará a su reino a

todos los justos con sus cuerpos y almas glorificados (I Corintios 15, 20-26ª.28). Esta es la fe que proclamamos cada domingo al recitar el Credo.

A continuación les copio un texto tomado de los documentos del Concilio Vaticano II, referente a la vocación de todos los hombres a formar parte del

Pueblo de Dios, del reinado de Jesucristo.

“Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos,

que estaban dispersos, determinó luego congregarlos.

Para esto envió Dios a su Hijo, a quien construyó en heredero de todo, para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones.

Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y estos lo son de un reino no terrestre, sino celestial. Todos los fieles dispersos por el orbe se comunican con los demás en el Espíritu Santo…Y como el reino de Cristo no es de este mundo, la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno”