– 8 de noviembre de 2020 –

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

El final y el comienzo de cada año litúrgico comparten el mismo espíritu de expectación. Durante el Año Cristiano vamos recorriendo y meditando el misterio de Cristo en su unidad, con todo el colorido de los tiempos fuertes y de las celebraciones especiales, que son como cumbres en el recorrido del discipulado en pos del Maestro. Los textos bíblicos, con el acento en los evangelios, nos ofrecen el punto de partida y, a su vez, la base de ese aprendizaje en un encuentro con el propio Jesús de Nazaret: Maestro y Señor; Hermano, Redentor y Guía de su pueblo, que es la Iglesia.

Con las parábolas escatológicas, con las que Jesús instruye a los discípulos en vísperas de la Pasión, comenzamos este domingo el final del Año litúrgico. Para estar preparados para el final de los tiempos, la primera condición es la vigilancia cristiana, porque no sabemos el día ni la hora en que vendrá el Señor en su segunda venida.

La parábola de las doncellas prudentes anima a los cristianos a mantener encendida la luz de la fe y la gracia que recibieron en el bautismo (Mateo 25, 1-13). Jesús es la encarnación de la Sabiduría divina que había de ser buscada sin descanso, velando por ella; quien busca la sabiduría la encontrará  (buscar la sabiduría, es buscar a Dios deseando sus dones) y Dios saldrá a su encuentro y morará en él.

Esperando, como inminente, la segunda venida de Cristo, San Pablo alienta la esperanza de los fieles de Tesalónica y los consuela en relación a la suerte de los difuntos. (I Tes. 4, 13-17) Nuestra esperanza en la vida futura es el mayor consuelo y, a la vez, acicate para que nos esforcemos en vivir una vida santa según Dios. La vida del creyente, del redimido por Cristo, se diferencia de los que sólo ven el mundo presente, en la Esperanza, virtud necesaria para enfrentar y vencer las pruebas de este mundo y, viviendo la alegría anticipada del Reino, superar las pruebas y las persecuciones, perseverando en la Fe.

Los temas de la “luz”, la “perseverancia” y la “prudencia” nos indican las actitudes necesarias para transformar nuestras vidas ordinarias en vidas de discípulos auténticos: Vigilantes, previsores y esforzados; una vez que hemos valorado nuestra vida en Cristo con quien todo lo bueno es posible, y sin quien nada bueno podríamos lograr. La diferencia la obtenemos por la fidelidad al Espíritu, derramado sobre nosotros en el Bautismo: El es la Luz que transforma nuestra esperanza en encuentro redentor y nos conduce al Banquete de la Vida Eterna.