– 24 de diciembre de 2023 -.

Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

Hoy estamos celebrando el último domingo de Adviento y el último día de este tiempo de bendiciones y esperanza con el que nos preparamos, sobre todo en la octava previa a la Navidad (17-24 de diciembre), para ese día tan deseado y lleno de recuerdos, en el que actualizamos la “aparición de la gracia de Dios” entre los hombres. El misterio de la “Encarnación”, de la “Palabra echa carne y habitando entre nosotros” lo celebra la Iglesia cada día del año y, con especial solemnidad, los domingos y solemnidades del Señor; pero la celebración de la Natividad es única, y se ha convertido al paso de los siglos en un lugar privilegiado de encuentro de humanidad y esperanza para todos los pueblos, para “todos los hombres de buena voluntad”.

En vísperas de la Navidad la liturgia nos evoca los momentos previos al nacimiento del Mesías como fueron la anunciación y encarnación en el seno de la Virgen María. Conocemos perfectamente el relato de la Anunciación que hoy vamos a escuchar (Lucas 1, 26-38). Las dos lecturas que lo preceden descubren su hondura; el ángel Gabriel, cuando dice a María que Jesús recibiría de Dios el trono de David su padre, anunciaba el cumplimiento de la promesa hecha al mismo David por el profeta Natán   (II Samuel 7, 1-5.8b-12.14ª.16). Pero, sobre todo, la venida del Hijo de Dios en nuestra carne iba a revelar el misterio del amor infinito de Dios para con los hombres. Como dice San Pablo, se trataba de “un misterio mantenido en secreto durante siglos y manifestado ahora” (Romanos 16, 25-27).

La gran originalidad del cristianismo, sólo posible por ser pensada y realizada por Dios mismo, es el misterio de “Dios con nosotros”, Dios hecho hombre. La Encarnación significa que Dios asume nuestra naturaleza creada por ÉL, otorgándonos a nosotros sus criaturas el privilegio de participar en la Suya no creada; divinizándonos en ese acto supremo de amor.