– 23 de agosto de 2020 –

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos Hermanos:

¡Oh abismo de riqueza, de sabiduría y de ciencia el de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! Así comienza el himno a la infinita sabiduría de Dios, que ensalza el amor de Cristo, con el que concluye San Pablo su exposición del misterio de la salvación, coronando sus reflexiones acerca del destino de Israel (Romanos 11, 33-36), que leemos hoy en la segunda lectura de la Misa. Para descubrir la novedad del misterio de la salvación, debemos partir del encuentro con Cristo. Por lo tanto, aunque la lectura de la epístola a los Romanos tiene su propia secuencia en los domingos del tiempo ordinario; hoy nos sirve de motivación para aproximarnos a la revelación de Jesús en el evangelio del día.

El evangelio recoge hoy la profesión de fe de San Pedro y la promesa que le hace Jesús de confiarle “las llaves del Reino de los cielos” (Mateo 16, 13-20). La imagen de la llave, de abrir y cerrar, nos llega del Antiguo Testamento, con un contenido jurídico-legal; tener las llaves, atar y desatar, abrir y cerrar: constituye un poder real; en la gestión del Mayordomo real descansaba la seguridad de la vida del Rey (Isaías 22, 19-23).

Sólo en el Espíritu podemos reconocer al Hijo; por eso es importante que el apóstol de Jesucristo pueda reconocer su propia fe, independientemente del pensamiento y creencias de los demás hombres, incluyendo a aquellos constituidos en autoridad. Nuestra fe no es una cuestión intelectual, sino una experiencia de vida en el Hijo. Para convertirse en la primera piedra puesta sobre la roca que él mismo ha confesado y que es Cristo, Simón Pedro (cuyo nombre añadido por Jesús significa precisamente roca) recibe la revelación de su divinidad; el Padre confirma la elección del Hijo y habilita al Apóstol para una misión que, por ser de orden sobrenatural, necesitará también la asistencia divina.

Si dudábamos del componente humano-divino de la Iglesia, en la escena que hoy nos cuenta Mateo en su Evangelio encontramos la explicación. No nos escandalicemos fácilmente de las debilidades de los miembros de la Iglesia, de los cristianos todos, sea cual fuere su posición en ella; tampoco seamos idealizadores de personalidades que, examinadas acuciosamente, no resistirían el escrutinio bajo la luz del Evangelio. Pero sí busquemos a Cristo y alimentemos nuestra amistad exclusiva y vivificante con El en la oración asidua y constante, en la caridad fraterna y las obras que su amor nos inspire y nos impulse a realizar.