– 13 de agosto de 2023 -.

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

El pasado domingo celebrábamos la Transfiguración del Señor, fiesta que nos mostraba la divinidad de Cristo anticipando su Pasión; hoy vemos a Jesús en oración con el Padre, mostrándonos su humanidad. La humanidad de Jesús nos atrae a la oración; momento de intimidad único y necesario para que El se manifieste en nosotros y podamos, por su mediación, entrar en esa intimidad sin la cual no podemos tener vida espiritual y alcanzar la plenitud de nuestra humanidad. En  el domingo XVIIIº, que fue sustituido por la Transfiguración, hubiésemos leído el relato de la primera multiplicación de los panes y los peces que nos presenta el evangelio de san Mateo; hoy leemos la continuación de ese relato, que nos conduce a la barca con los discípulos temerosos en medio de la tempestad; el enlace necesario e iluminador de esta escena lo encontramos en la oración de Jesús en el monte, donde se encuentra en la soledad con el Padre, de cuya comunión brota la fuerza y la luz con que está fundando la Iglesia de los Apóstoles.

La barca de Pedro es una imagen evangélica de la Iglesia; san Mateo nos la describe azotada por el temporal y aparentemente abandonada por el Señor. Cuando él se acerca sobre las aguas y calma el mar recuerda que la fe en su presencia invisible debería bastar para superar las dificultades (Mateo 14, 22-23). En el Antiguo Testamento la tormenta, el huracán y el fuego eran signos de la presencia de Dios, pero otras veces su llegada era más silenciosa y espiritual, como un susurro que pedía atención para discernirlo (I Reyes 19, 9ª.11-13ª).

En la carta a los Romanos comenzamos a leer la sección dedicada a explicar el enigma de la infidelidad de Israel a Jesucristo, tema angustioso y querido a un mismo tiempo por san Pablo: el destino de sus hermanos de raza, los judíos. El Antiguo Testamento muestra que el plan de salvación que ahora se está realizando no está en contradicción con las promesas hechas por Dios a los hebreos (Romanos 9, 1-5). Aun cuando no hayan reconocido en Jesús a su Salvador, siguen siendo el pueblo que recibió de Dios las promesas y que dio origen a Cristo.

San Agustín, obispo de Hipona, comparó la barca del evangelio de hoy con el madero de la Cruz. Las pruebas que sufrimos debilitan nuestra confianza en Dios, pues son incomprensibles para el mundo de hoy. Así concluye la reflexión del santo Obispo: “Este madero que transporta nuestra debilidad es la cruz del Señor, con la que nos signamos y nos libramos de ahogarnos en este mundo. Sufrimos las olas, pero allí está Dios para socorrernos. Es Jesús quien nos dice: Ánimo, soy yo, no tengan miedo”.