– 6 de agosto de 2023 -.

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

Esta Fiesta de la Transfiguración del Señor tiene su origen en la dedicación de las iglesias edificadas en el monte Tabor. En el siglo VI ya hay indicios de la celebración de esta fiesta. Cada segundo domingo de Cuaresma nos acercamos a este misterio revelador de la divinidad de Cristo. Por medio de su transfiguración en la montaña, los discípulos pudieron contemplar su gloria y hacerse capaces de comprender el misterio de la crucifixión libremente aceptada, y de proclamar que Cristo es el resplandor de la gloria del Padre.

En el relato de la Transfiguración, los evangelistas hacen notar la blancura resplandeciente de las vestiduras de Jesús (Mateo 17, 1-9). Hay en ello una alusión a la visión de Daniel que nos ha narrado la primera lectura: Jesús se identifica a la vez con Dios, cuyo vestido es “blanco como la nieve”, y con el Hijo del hombre, a quien se dio honor y reino (Daniel 7, 9-10.13-14). La epístola da testimonio de la importancia con que la primera generación cristiana se reconocía a sí misma, en la manifestación de Jesús en la Transfiguración, como cimiento de nuestra fe (II Pedro 1, 16-19).

La fiesta de la Transfiguración es la celebración de la revelación de Dios. La gloria de Dios que estaba velada en la ley y los profetas -desde Moisés hasta Elías- ahora es develada ante la Iglesia, a los apóstoles y a nosotros que recibimos su mensaje. Esta fiesta no solamente apunta a un Dios que aparece brillando en la montaña; sino que también nos prepara para mantenernos fieles a un Dios crucificado en la montaña. Nosotros hemos sido salvados por esta visión de Cristo en su gloria y de Cristo en la cruz y, en consecuencia, hemos sido transformados por el Tabor y por el Calvario. Todos nosotros, con los apóstoles en la visión del Tabor, hemos sido transformados, por esa visión de su gloria, en su propia imagen por el Espíritu.

El plan original de Dios al crearnos consistía en que nuestra naturaleza reflejara la suya “a su imagen y semejanza”. El pecado destruyó ese proyecto, pero Dios, en su amor, lo restauró en Cristo; así, por el Bautismo, Dios restaura en nosotros su imagen, y su gracia nos transforma en algo muy superior al primer proyecto divino: por el Bautismo nos hace hijos en el Hijo único Jesucristo, que en humildad extrema asume nuestra naturaleza para elevarnos a la suya, a su divinidad.