– 24 de julio de 2022 -.

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos: 

Cuando Jesús recibió el bautismo de Juan en el Jordán, el Padre lo reconoció como “su Hijo amado”; Juan ve descender sobre El y quedarse al Espíritu Santo; así reconocemos en Jesús al Hijo amado de Dios Padre y a aquel que posee y da el Espíritu Santo. No sólo aprendemos de estas revelaciones que Jesús es Dios hecho hombre, sino también la misión que ha venido a cumplir con nosotros como enviado del Padre y dador del Espíritu.

En nuestra oración hay una palabra esencial y que prácticamente lo resume todo: PADRE. Jesús no da fórmulas sino un modelo. El que ora derrama su alma indigente ante el Padre. La sed del Reino y la seguridad de ser oído guía la oración del creyente. Dios es mejor que el amigo y que los padres. Sin abrir nuestros labios, El sabe lo que necesitamos. La oración de Jesús -Dios y Hombre verdadero- se refleja en la que El enseña a sus discípulos, porque El ha venido a asumirnos y ora por nosotros y, al enseñarnos a orar, espera y desea orar desde nosotros.

La primera lectura y el evangelio nos muestran hoy la fuerza de la oración. Primero por medio del conmovedor diálogo que sostiene Abrahán con Dios para tratar de lograr el perdón de Sodoma, la ciudad impura (Génesis 18, 20-32). En un tono menos dramático, la parábola del amigo importuno nos dice, después, que Dios se deja siempre conmover por una oración perseverante (Lucas 11, 1-13). También debemos fijar la atención en cómo Jesús nos ofrece una catequesis sobre la oración en dos partes: la primera nos enseña la plegaria modélica, el “Padre nuestro”; la segunda expone las cualidades de la oración cristiana: constancia y confianza en la buena disposición del Padre hacia sus hijos. Jesús desea enseñarnos las actitudes de confianza, sencillez y perseverancia, indispensables en la oración; pero también nos revela al Padre a quien la oración va dirigida. En la oración cristiana conocer al Padre, destinatario de la misma, es esencial para el orante.

San Pablo recuerda que, por obra del bautismo, hemos muerto y resucitado con Cristo: la cruz de Jesús nos ha merecido el perdón de los pecados y nos ha hecho compartir su vida (Colosenses 2, 12-14). Nunca olvidemos que oramos como bautizados, como miembros del Cuerpo de Cristo; no es una mera fórmula retórica, es la conciencia de la realidad de quienes somos cuando podemos dirigirnos a Dios y llamarle PADRE.