– 7 de junio de 2020 –

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

En la visión de la Gloria de Dios que nos relata Isaías al comienzo del “libro del Emmanuel”, Capítulo seis en el gran libro profético, los serafines que sirven a Dios “se gritaban unos a otros: Santo, Santo, Santo, Yahvé Sebaot”. “El tres veces Santo”, que en el lenguaje de los antiguos hebreos quiere decir “el Santísimo”, era ya parte de la revelación del misterio que hoy celebra la Iglesia; el “Misterio de la Santísima Trinidad”.

En la primera lectura de hoy nos encontramos, siguiendo a Moisés, con Dios, el Santísimo, que es también el “Dios compasivo y misericordioso” (Éxodo 34, 4b-6 . 8-9). -Ese Dios compasivo “amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único” (Juan 3, 16-18), y el Hijo de Dios hecho hombre nos envió al Espíritu; de este modo nos hallamos ante la Santísima Trinidad. – San Pablo, en su Carta a los Corintios que leemos hoy en la segunda lectura (II Cor. 13, 11-13), nos invita a vivir la experiencia íntima de “la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo”.

Con frecuencia escuchamos ese saludo al comienzo de la misa y de otras celebraciones de los sacramentos, alternando con otras formas, también bíblicas. Con frecuencia, y durante las celebraciones litúrgicas y de oración comunitaria, estamos pronunciando el nombre de Dios en la acepción de las tres divinas personas. Es un misterio y por lo tanto, indefinible en palabras humanas, pero Dios no se ha privado de desbordarse en señales reveladoras de su naturaleza y de su gloria.

En fin, el Dios-Amor que Él es, se complace en revelarse cercano y cariñoso aun antes de ser siquiera reconocido. Esta idea me evoca a los padres y madres que no tienen a menos compartir con sus pequeños hijos sus juegos y abajándose al suelo donde estos esparcen sus juquetes. Como herencia, y no gloriosa, de la antigüedad, con mucha frecuencia preferimos la imagen del Dios lejano y severo, exigente de un honor y gloria que ya posee y que nada ni nadie pudiera aumentar, a la que Él mismo ha querido mostrarnos en cada paso de su relación con nosotros desde el comienzo de la Creación.

La lectura que hace la Biblia de esa Creación y de los pasos de Dios en ella hasta culminarla con la de nuestra propia creación “a su imagen y semejanza”, no nos deja dudas acerca de la verdadera intención del Creador que, a pesar de los obstáculos de nuestras desobediencias y pecados, insiste en esa cercanía y en su modo y camino relacional con la más amada y predilecta de sus creaturas: “el hombre”.

Subamos con Moisés a la montaña; abracemos al Dios del amor y entremos en la intimidad del hogar que Él nos ha revelado ser para nosotros, por quienes nos entregó al Hijo de su amor y, en él, nos ha hecho hijos.