– 7 de noviembre de 2021 –

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

En el evangelio de hoy Jesús contrapone la modesta ofrenda que una pobre viuda deposita en el cepillo del Templo con la ostentación de las personas de posición (Marcos 12, 38-44). El gesto de esa mujer enlaza con el de aquella otra viuda que vivía en un país pagano y que, a pesar de su miseria, acogió al profeta Elías (I Reyes 17, 10-16). La primera mereció el elogio de Jesús; en favor de la segunda, el profeta obró un milagro.

La epístola compara el culto del Templo del Antiguo Testamento -en el que el Sumo Sacerdote entraba cubierto con la sangre de las víctimas ofrecidas- con la nueva liturgia inaugurada por Cristo, quien penetró en el cielo cubierto por su propia sangre (Hebreos 9, 24-28).

En todo el Antiguo Testamento, también en el Nuevo, las viudas y los huérfanos representan el desvalimiento, la pobreza y el abandono por excelencia: En esa sociedad de costumbres pero, sin verdadera salvaguarda legal más allá de la autoridad patriarcal tradicional, las viudas y los huérfanos quedaban a merced de cualquier abuso o mala intención explotadora, a menos que contasen con un garante de la familia que asumiera el rol del padre o el esposo. Por eso resulta tan importante el ejemplo que toma Jesús – la viuda – en el evangelio de este domingo. La viuda era muy pobre, echó en el cepillo de las ofrendas unas moneditas fraccionarias, pero con ellas echó todo lo que tenía para vivir. Así también la viuda de Sarepta le dio al profeta Elías todo lo que tenían para comer ella y su hijo; la respuesta de Dios a tal generosidad fue el trigo y el aceite inagotables en un tiempo de hambruna en aquella tierra.

Podemos destacar en esta enseñanza del Maestro varios signos necesarios para que Dios pueda actuar en nuestras vidas: La confianza, señal de esperanza sobrenatural; la generosidad que permite superar la propia necesidad y la humildad, virtud y actitud necesaria para que las virtudes puedan surgir en el hombre. Esas mismas virtudes, vividas y obradas en su tránsito por nuestra humanidad, irradian en la vida y las obras del Cristo, Dios y hombre verdadero y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza.

El ha venido a divinizar todo lo humano y a hacernos capaces de obrar grandezas desde la pequeñez y el desvalimiento: como las viudas de las lecturas que las Sagradas Escrituras hoy nos muestran, derramando en nuestros corazones gracias y bendiciones al llamarnos a la conversión. Desde nuestra autosuficiencia y arrogancia solemos enfrentarnos los hombres en una lucha inútil por prevalecer más allá de nuestro alcance y poder. Es esa codicia de riquezas y poder lo que nos impiden ver con ojos limpios la bondad de los humildes y el valor infinito de toda vida ofrendada al Creador.