– 23 de mayo de 2021 –

“Bautizados en un mismo Espíritu”

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

Cincuenta días después de la Pascua celebramos la “efusión del Espíritu Santo”, que se “derrama” como agua purificadora y se “posa” como paloma y como llamarada de fuego sobre las cabezas de los Apóstoles. Con este “don de lo alto” Dios inaugura la Iglesia: “su obra y lugar de salvación”, “Testigo y Cuerpo del Resucitado”.

Las lecturas de hoy hacen notar el hecho de que el Espíritu Santo fue dado a los Apóstoles en relación con su misión. Esto es lo que se deduce del relato evangélico (Juan 20, 19-23) y de la descripción del suceso de Pentecostés (Hechos 2, 1-11). San Pablo nos presenta al Espíritu como principio de la unidad de la Iglesia en la diversidad de sus ministerios (I Corintios 12, 3b-7.12-13).

El Pentecostés judío celebraba, cincuenta días después de la Pascua, el día en que Dios les dio la Ley en el monte Sinaí. Buscando la correspondencia de una y otra celebración, podemos concluir que los cristianos estamos llamados por Dios, el dador del Espíritu y sus dones, a dejarnos guiar y enseñar por la “Nueva Ley” que la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés nos otorga.

La Iglesia, su vida y su misión, constituye el “Tiempo del Espíritu” y, por el mismo, iniciadora de una “nueva era” destinada a ser, en el tiempo, testigo de la Eternidad: El tiempo de la Iglesia comienza con la resurrección de su Señor, la Iglesia es Cristo en el mundo: “lugar de salvación y destino de la humanidad redimida”. De ese modo su mensaje y misión son universales y eternos.

Los cristianos somos ese “nuevo pueblo de Dios procedente de todos los “confines de la tierra” y enviados con los dones del Espíritu a anunciar el Reino a toda la Creación; misión que, a su vez, llama a la unidad. Es el Espíritu santo el suscitador de esa vocación y envío apostólico, como lo prometió Jesús a sus discípulos. Por otra parte, el perdón de los pecados es un componente esencial de esa vocación, como nos revela Jesús en el evangelio del Día; es el primer don del Resucitado a su Iglesia.

Hoy somos llamados, santificados y enviados a una misión que nos sobrepasa, sin embargo, Dios ha querido hacernos instrumentos cualificados de su obra redentora para toda la humanidad. Démosle gracias y alabémoslo por este regalo dignificante a nuestra humanidad que, en Cristo, ha podido dejar las tinieblas y entrar en la LUZ MARAVILLOSA DE SU GLORIA.