MARÍA R. SAHUQUILLO

El País, España

 

Bucarest. Octubre de 2014. Una pareja recorre los pasillos de un hipermercado del centro de la capital rumana. Comienzan frente a uno de los estantes, lleno a rebosar, y van llenando su cesta roja: dos latas de tomate envasado, una botella de vino, tres envases de macarrones de una conocida marca italiana, un tetrabrik de leche. Son las 23h y en el enorme comercio de dos plantas de Piaza Uniri, abierto las 24 horas, apenas queda un puñado de compradores tardíos. Además de la pareja, tres hombres con ropas polvorientas y zapatos muy gastados hacen cola en la sección de comida preparada. Dos de ellos han comprado ‘sarmale’ –hojas de col rellenas de carne picada, uno de los platos tradicionales—. Se lo comerán en la calle o, con suerte, en los soportales del parking del centro comercial. No tienen casa.

La escena hubiera sido imposible hace 25 años. Durante la dictadura comunista de Nicolae Ceaucescu (1918-1989), sobre todo en la última etapa, la escasez era tal que las tiendas --todas propiedad del estado— no tenían qué vender; en sus estantes vacíos solo había polvo. Tampoco estaba bien visto ‘pasear’ a horas tardías –de hecho no existían apenas farolas que lo permitieran-- y, oficialmente, no había personas sin techo, cualquiera en situación de desempleo o que hiciera amago de vivir en la calle (se ‘asignaba’ casas a las familias) era automáticamente trasladado a uno de los puestos asignados por el régimen: una mina, una fábrica... Hoy, las luces de neón, los centros comerciales, las tiendas y restaurantes de cadenas internacionales no dejan de florecer en la mayoría de las ciudades rumanas. De la ausencia total a los servicios comerciales ‘non stop’. Aunque con sus luces y sus sombras. Porque Rumanía (miembro de la OTAN desde 2004) es, junto con Bulgaria, el país más pobre de la UE (de la que forma parte desde 2007). El proceso real de transición del comunismo al capitalismo ha sido largo y agotador.

No empezó ni mucho menos cuando Mijail Gorbachov empezó a hablar de apertura y de perestroika. Ni cuando el dictador vecino, el veterano Janos Kader, hizo las maletas en Hungría. Poco después, caía el Muro de Berlín. El sonido de sus escombros llegó hasta muchos rumanos, de tapadillo, a través de las ondas de Radio Europa Libre. Pero el dictador –el ‘conducator’, como se hacía llamar— y su esposa y ‘número dos’, Elena, ignoraron no solo las indirectas (o directas, según algunos historiadores) del ruso; también que, como piezas de dominó, aquellos que habían manejado los hilos en el bloque del Este caían. Uno tras otro.

El 17 de diciembre de 1989, algo más de un mes después del derribo del muro que dividía la oriental República Democrática Alemana de la República Federal de Alemania, empezaron a llegar vientos de cambio a Rumania. Cientos de ciudadanos se manifestaron por las calles de Timisoara (oeste del país) para protestar por el desahucio de Lazslo Tokes, un pastor evangélico que había sido crítico con el régimen. Una movilización absolutamente inédita en una sociedad ahogada por la represión y el miedo al ejército y a la ubicua Policía de Inteligencia, la temida Securitate. Una policía, recuerda el historiador Ion Lazarescu, que también estuvo presente, por supuesto, en esa manifestación. Ahí estaban y el Gobierno les ordenó disparar contra los ciudadanos. Hubo decenas de muertos. “Eso agudizó la mecha de la protesta que empezó a extenderse a otras ciudades del país”, explica.

“La gente estaba exhausta. Llevaban meses, años, sometidos a un férreo racionamiento de los alimentos, de medicamentos, de la electricidad y hasta del agua. Mientras, veían al dictador y a su esposa vestidos con abrigos de piel y sin ningún síntoma de estar pasando hambre”, apunta Lazarescu. Cada rumano podía disponer al mes de medio kilo de carne, cinco huevos, un litro de aceite y medio kilo de azúcar. Un racionamiento feroz que hizo florecer un mercado negro donde los precios eran abismales. “Para poder sobrevivir muchos de nosotros trabajábamos en dos sitios, el oficial, que teníamos asignado, y en aquello que encontrábamos: remendando zapatos, por poner un ejemplo”, cuenta Luminita Popa por teléfono desde Pitesti. Esta profesora de Secundaria en la cincuentena vivió la revolución en esa ciudad, a unos 100 kilómetros de Bucarest. Los ciudadanos en Rumanía vivían hundidos en la miseria. El país exportaba casi todo todo lo que producía para generar divisas y lograr pagar los más de 12 millones de dólares de deuda externa.

Pero Ceaucescu, el megalómano que, entre otras cosas, derribó barrios enteros para construirse en Bucarest lo que quería que fuera el palacio más grande del mundo –casa Poporului, la casa del pueblo --, no supo (o no quiso) oler ese hambre. Y, el 21 de diciembre, recién llegado de un viaje a Irán, convocó una asamblea del Partido Comunista Rumano en Bucarest en la que aspiraba a cosechar las muestras de apoyo ciudadano ante lo ocurrido en Timisoara. Su cara ante las consignas que empezaron a gritar contra él muchos ciudadanos fue de estupefacción total. “¡El pueblo somos nosotros!”, “¡Abajo el dictador, muerte a los criminales!”, gritaban. Muchos llevaban banderas de Rumanía, pero les habían recortado –o arrancado-- el escudo con el escudo, insignia comunista.

Ante los gritos, las fuerzas de seguridad cargaron contra los ciudadanos, que ocupaban ya gran parte del centro de Bucarest. Los choques no cesaron. El 22 de diciembre, Ceaucescu decidió hacer un segundo intento con otro discurso dirigido a la nación desde el balcón del Comité Central del Partido Comunista Rumano. Los gritos de la multitud apenas le dejaron articular unas frases. El ‘conducator’, además, no sabía que miembros de su gobierno ya habían ordenado al ejército volver a sus cuarteles; y muchos militares empezaron a unirse a los manifestantes. Ceaucescu y su esposa, Elena, decidieron huir.

El helicóptero en el que viajaban no fue muy lejos y el “hermano lozano” y la “primera científica de Rumania” –como se presentaba ella-- fueron apresados en Targoviste, a 70 kilómetros de Bucarest. Se les sometió a un juicio sumarísimo con un improvisado tribunal militar. El día de navidad, fueron condenados por “genocidio, daños a la economía nacional, uso de la fuerza contra civiles y enriquecimiento injustificable” y ajusticiados. Las imágenes del proceso y de sus cuerpos desmadejados se difundieron por televisión y dieron la vuelta al mundo. Berna González Harbour, que cubrió la revolución rumana en EL PAIS, contó que la televisión más triste, que solo emitía dos horas al día y siempre programas de loa al régimen o discursos del dictador, se reinventó: “Bajo el nombre de ‘Romania Libera’ se convirtió en la plataforma palpitante de una revolución que sembraba las calles de banderas tricolores con un agujero emblemático”.

Una revolución sin embargo que cosechó alrededor de un millar de muertos y más de 3.000 heridos. La rumana, que derrocó al último dictador comunista de Europa, fue la única en la que hubo sangre. También Rumanía fue el único país, apunta el historiador Lazarescu, en el que, tras la caída del muro, los comunistas continuaron gobernando durante años. Con una oposición prácticamente inexistente debido al férreo control de la Securitate, algunos miembros de la vieja ‘nomenklatura’ que habían maniobrado contra Ceaucescu –algunos aseguran que prepararon su caída-- se mantuvieron en el poder.

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