−16 de julio de 1212−

 

La derrota en Alarcos (1195) de Alfonso VIII de Castilla frente al califa almohade Yusuf Al-Mansur fue decisiva, ya que marcó las actuaciones futuras de ambos caudillos. En los campos ciudarrealeños, los castellanos sufrieron una dura derrota que les obligó a replegarse hasta Toledo. Alfonso VIII se empecinó en no esperar a los refuerzos que los otros reinos cristianos podrían enviar, lo que le llevó sin remedio a estar en minoría frente al califa almohade en el campo militar de Alarcos. Logrando los jinetes arqueros musulmanes doblegar y masacrar a los caballeros castellanos, cuyas tan temidas cabalgadas de nada sirvieron, provocando una auténtica masacre entre la caballería castellana.

Los musulmanes tras Alarcos decidieron pasar al ataque. Sin embargo, la repentina muerte del califa Yusuf Al-Mansur (1199) y la proclamación de su hijo retrasaron los planes ofensivos. Fue entre 1202 y 1204, cuando el nuevo califa Al-Nasir –conocido por los cristianos como Miramamolín– decidió volver a pasar al ataque.  Así, tras pacificar su Imperio africano y apuntalar su autoridad califal se apoderó de Mallorca y Menorca. Proclamando, a continuación, desde la capital de su Imperio (Marrakech) la yihad contra los reinos cristianos peninsulares.

Por su parte, Alfonso VIII ante el panorama anterior buscó el apoyo del Papa Inocencio III, quien puso en marcha una bula de cruzada. Aquí, se garantizó la protección de Castilla, la cual no podría ser atacada por ninguno de sus reinos vecinos bajo pena de excomunión. Ofreciéndose además, a los siervos de Dios de toda la Cristiandad, el perdón a sus pecados si marchaban a la Península a combatir al infiel.

La nueva amenaza musulmana y la bula de cruzada anterior lograron la consecución de una cierta unidad entre los reinos cristianos peninsulares de Aragón, Castilla y Navarra. Así las cosas, la contienda estaba próxima y la tensión ante el choque armado ya se palpaba en los corazones de los contendientes con la llegada del mes de mayo de 1212.

Los cristianos con Alfonso VIII a la cabeza, lograron reunir una fuerza considerable para la época, en torno a los 27.000 hombres, siendo de estos unos: 18.000 castellanos, 8.500 aragoneses al mando de su rey Pedro II, 200 navarros a las órdenes de su rey Sancho VII y 300 voluntarios portugueses, leoneses y ultramontanos. Estos últimos sin sus reyes a la cabeza, ya que Alfonso IX de León había sido excomulgado por el Papado a causa de sus tratos con el infiel y sus ataques a Castilla, por su parte, el monarca portugués, Alfonso II, se encontraba inmerso en otros conflictos.

A pesar de todo, “las tropas de los cruzados constaban de 22.000 infantes y 5.000 jinetes. Una excelente caballería pesada donde destacaban las mesnadas reales y los freires de las cuatro órdenes militares, Santiago, Temple, Hospital y Calatrava” (PRIMO JURADO, p.84). Frente a estas fuerzas cristianas el Miramamolín compareció con un ejército superior en número, siendo sus fuerzas mayoritariamente hombres a pie, andalusíes montados, arqueros turco-mongoles a caballo y voluntarios de la fe.

Hoy en día todavía hay cierta controversia en cuanto a las cifras del combate. De esta forma, algunas fuentes señalan que los cristianos acudieron con unos 70.000 hombres y los almohades con unos 120.000. Sin embargo, otras fuentes señalan estas cifras como exageradas y abultadas, teniendo en cuenta la población peninsular del momento y el coste del mantenimiento para semejante ejército. Proponiendo números de entre 70.000-50.000 musulmanes y 30.000-20.000 cristianos. No obstante, de este baile de cifras algo que si sacamos en claro es que nos encontramos ante el mayor enfrentamiento bélico del momento.

Con todo, el contingente cristiano abandonó Toledo en mayo de 1212 y avanzó hacia el sur al encuentro de los almohades. Tras la toma de Malagón, se produjo la deserción de casi todos los ultramontanos por el calor y las incomodidades, y porque Alfonso VIII ordenó no hacer pillaje, cosa que estos no respetaron. Así, sólo quedaron 150 caballeros ultramontanos del Languedoc en liza, con el obispo de Narbona a la cabeza.

Almohades y cristianos se encontraron frente a frente el 13 de julio de 1212, tras conseguir los segundos sortear el bloqueo musulmán ejercido sobre los pasos de Despeñaperros, logrando cruzar al sur a través del paso del Puerto del Rey guiados por un pastor. En este momento, el combate era ya inminente, de un lado los cristianos acampados en la Mesa del Rey y del otro los almohades de Al-Nasir –Miramamolín para los cristianos–, acampados sobre el Cerro Olivares, separados únicamente por la llanura de las Navas de Tolosa.

Alfonso VIII decidió cambiar la estrategia con respecto a la empleada en Alarcos, ya que la caballería almohade ligera hizo estragos con sus movimientos envolventes sobre la pesada y lenta caballería cristiana. Por ello, en esta ocasión el ejército cruzado se dispuso en tres líneas, la primera ocupada por varias milicias concejiles castellanas y numerosos caballeros, todos ellos liderados por Diego López de Haro, señor de Vizcaya. La segunda albergaba a más milicianos, a los aragoneses, a los navarros, a los portugueses, a los ultramontanos y a las órdenes militares. Y la tercera, en retaguardia, fue el lugar escogido para los tres monarcas cristianos, Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra.

Fue en las primeras horas del alba del 16 de julio de 1212 cuando se desataron las hostilidades, saliendo la primera línea cristiana al ataque y en cuesta arriba hacia las posiciones almohades. Topándose en primera instancia con los voluntarios de la fe musulmana, mal armados y equipados, causando la caballería del señor de Vizcaya estragos entre sus filas. De esta forma, los cristianos consiguieron acabar con la primera línea de las fuerzas almohades y proseguir su avance sobre la segunda línea.

Es en este momento, cuando los generales del Miramamolín intentaron poner en marcha la misma estrategia de Alarcos. Empleando idénticos movimientos de ataque y huida, incitando a los caballeros cristianos a perseguir a los jinetes arqueros musulmanes y a caer en su trampa. Sin embargo, en esta ocasión las fuerzas de la cruz se limitaron a reagruparse y a mantenerse unidas frente a la segunda línea almohade.

El choque entre los hombres del señor de Vizcaya y la segunda línea musulmana fue duro y sangriento, quedando rápidamente reducidas las fuerzas cristianas a menos de la mitad. Especialmente contundente fue el golpe para los milicianos madrileños quienes quedaron prácticamente exterminados. Era el momento de dejar paso a la segunda línea cristiana, la cual plantó cara bravamente a las poderosas tropas de andalusíes y regulares almohades. Ante lo denso del combate y la maraña de hombres que se vivió en el campo de las Navas, las órdenes militares no pudieron poner en marcha su estrategia de cargas, tocándoles entablar combate cuerpo a cuerpo junto a la infantería cristiana que aún resistía. Intentando doblegar navarros, portugueses, leoneses, castellanos y ultramontanos a un enemigo superior en número.

Fue este el episodio crítico de la batalla, pues los cruzados estuvieron a punto de ser doblegados, envueltos por sus alas y rodeados, lo que habría supuesto su perdición total. Sin embargo, en este momento de desesperación fue cuando nos encontramos ante el episodio clave que decantó la balanza de la contienda hacia el lado cristiano. Así, “Alfonso VIII, decidió que no volvería a Castilla otra vez vivo y derrotado. Miró a su derecha al arzobispo Jiménez de Rada y le dijo, mientras desenvainaba la espada:          << ¡Aquí, señor obispo, morimos todos! >>. Y ordenando tremolar el pendón de Castilla se lanzó a la carga con su mesnada real” (PRIMO JURADO, p.89). Siendo inmediatamente seguido por los otros dos monarcas restantes, produciéndose como consecuencia la famosa carga de los tres reyes.

La carga de los soberanos rompió la compacta línea almohade creando huecos, rápidamente aprovechados por la infantería cristiana para penetrar entre las filas musulmanas. Provocando una gran mortandad entre los almohades, quienes empezaron a darse por vencidos y a iniciar la retirada. Con la vanguardia almohade derrotada, los caballeros cristianos en centraron en su objetivo final, tomar el campamento musulmán y la tienda roja del califa. Quien había estado toda la batalla encerrado en la misma leyendo el Corán.

No obstante, alcanzar dicho objetivo era complicado pues el Miramamolín, en la víspera de la batalla, había mandado rodear el campamento con cestos de mimbre de metro y medio, rellenos con arena y atados unos a otros para evitar la penetración de la caballería cruzada. Además, la tienda del califa se encontraba fuertemente custodiada y rodeada por su Guardia Negra de fornidos subsaharianos, encadenados entre sí y armados con grandes lanzas. Esta muralla de hombres impidió durante largo rato el paso a la caballería cristiana, desarrollándose una cruenta lucha entre la Guardia Negra y los infantes cristianos, dando tiempo al califa para huir. Cuenta la leyenda que fue el monarca Sancho VII de Navarra quien consiguió romper el cerco de las cadenas con su arma, permitiendo con su valerosa acción la penetración en el cerco de la tienda.

Finalmente, la Guardia Negra y el campamento claudicaron ante el empuje cristiano. Con el Miramamolín huido y sus tropas en frenética retirada se dio por finalizada la batalla, celebrando los cristianos, allí mismo, su victoria sobre el Príncipe de los Creyentes y sus huestes musulmanas. Seguidamente, tras una breve celebración, los cristianos se lanzaron a la persecución de los huidos, decretándose que no se harían prisioneros. La batalla había concluido y la Cristiandad había triunfado sobre el islam.

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