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“La fatiga nos convierte a todos en cobardes.”, Vince Lombardi

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Humberto Seijas Pittaluga

Venezuela

 

Durante siglos, la frontera más dinámica entre Colombia y Venezuela ha sido la del río Táchira.  Familias que, por generaciones, han vivido una mitad aquí y la otra allá.  La amena pluma de Ramón J. Velásquez nos informa que Juan Vicente Gómez, siendo propietario de La Mulera, los fines de semana bajaba con sus hermanas a Cúcuta a comer helados.  Ya a finales del siglo XIX, había una heladería en esa ciudad.

Más tarde, siendo el gamonal del país, cuando dividió a los venezolanos en “buenos y malos hijos de la patria”, muchas familias tachirenses tenían a los “buenos” en Venezuela encargados de las fincas y los negocios, y a los “malos” atendiendo las que tenían más allá del río, por Villa del Rosario.  Al morir Gómez, se cambiaron los papeles: los que estaban “juyíos” se vinieron a administrar las tierras del Táchira y los que estaban en estas se fueron a gerenciar las que estaban en el Norte de Santander.

Ese tipo de relación social: cordial, abierta, sin complejos fue la que me encontré en 1958 cuando me destinaron a servir en el Destacamento 11.  Me tocó recorrer y patrullar —a caballo, más que todo; no eran muchos los carreteables— esa zona, desde el páramo del Tamá hasta más allá de Boca de Grita.  Todos los puestos en los que serví, o que estaban a mi cargo, tenían un poblado colombiano vecino.  Y los comandantes de puestos de la Guardia Nacional y de la Policía Nacional de Colombia nos visitábamos frecuentemente para intercambiar información, o solo para tomarnos un café.  Las más de las veces, y con el permiso tácito del otro comandante, pasábamos armados la línea fronteriza porque, a fin de cuentas, eran zonas casi despobladas pero bastante peligrosas. 

En las ciudades —San Antonio, Ureña, Cúcuta, Pamplona—, las relaciones eran iguales de armoniosas (pero sin pasar armados).  Compartíamos informaciones que teníamos y le podían interesar a la otra parte.  Y también socializábamos sabroso: todos los siete de agosto había oficiales venezolanos disfrutando de la recepción que ofrecía el comandante del Grupo de Caballería Maza por el Día del Ejército. 

Hasta habitaciones disponibles había para que pernoctara quien se pasara de tragos y no pudiera manejar de regreso.  Así, como generosos anfitriones los recuerdo.  E igual pasaba los cuatro de agosto, cuando los colombianos venían al casino de San Antonio a celebrar con nosotros el Día de la Guardia Nacional.  Cómo seríamos de buenos compañeros de armas que cuando me casé con mi novia cucuteña, después de tres años de noviazgo con chaperona (como se estilaba en esos tiempos), me cruzaron sables más oficiales colombianos que compañeros venezolanos.  La recepción fue en el casino del cuartel cucuteño.  Y mi suegro no tuvo que pagar nada por mesas, mesoneros ni adornos; todo fue por cortesía del comandante del Grupo Maza.

Pero todo cambió a comienzos de los setenta, cuando Caldera y Pastrana padre se pusieron de acuerdo para avivar artificialmente el diferendo fronterizo en La Guajira.  Necesitaban distraer a ambas poblaciones poniéndolas a ver hacia afuera, para que no notaran las calamidades internas.  Al regresar al país, después de estudiar en Northwestern University, viajé a la frontera para que mi mujer y mis hijos visitaran madre, abuela, hermanos y primos.  Toda una complicación. 

Lo que hasta entonces era una notificación rutinaria en el Comando Regional de que se iba a pasar al otro lado, de repente se convirtió en una llenadera de formas, de limitaciones a menos de doce horas la estada, de admoniciones, de tener que dejar en el cuartel el carné y cualquier otra cosa que permitiera conocer que uno era militar.  Cesaron los contactos militares, todo era sospecha del otro.  Pero la frontera seguía viva; el intercambio comercial, los contactos entre familiares y amigos seguían iguales.  Solo el ambiente oficial estaba enrarecido.

Vino CAP I y todo volvió a ser lo que era en el área gubernamental.  Los comandantes de ambos lados recibieron órdenes de establecer sistemas binacionales para compartir inteligencia de manera más fluida y técnica.  Era que ya el tradicional bandolerismo rural colombiano se empezaba a teñir de guerrillerismo aupado por Fidel y el Che.  Con los contactos técnicos, volvió la armonía social militar.  También la dinámica comercial se incrementó por el ingreso de Venezuela al Pacto Andino y por las excelentes relaciones de CAP con sus muchos amigos y familiares de aquel lado.

Todo cambió con la llegada de Boves II a Miraflores.  Desde el mero comienzo, y por instrucciones de Fidel, que se entremetía en todo, comenzó a antagonizar a Colombia.  Se llegó al colmo de la falta de respeto al afirmar en sede legislativa, durante un mensaje anual, que “Venezuela limita con las FARC y no con Colombia por el oeste”.  Comenzó a autorizarse la utilización del territorio venezolano como zona de descanso de los guerrilleros, de emplear aeronaves venezolanas para llevar a irregulares heridos hasta La Habana para que fueran atendidos allí.  Más de una vez, Uribe mostró en escenarios internacionales aerofotografías de campamentos de guerrilleros en el lado venezolano desde los cuales se salía para hacer ataques en Colombia y a los que se regresaba impunemente después de efectuado el atentado.

Aquellos polvos trajeron estos lodos.  Ahora, desde la llegada del ilegítimo — y debido a que lo poco que ha estudiado es comunismo— se privilegia aún más al ELN y las FARC (ahora disfrazadas de “disidencias”) por encima de nuestros paisanos.  Aquellos les “cobran vacunas”, imponen “su” ley en los caseríos y pueblos pequeños, obligan a emigrar a los dueños de fincas y se apropian de tierras y ganado, montan sus laboratorios para confeccionar su “producto de exportación”.  Y no es solo en la frontera.  Ya llegaron a las zonas más al este del estado Bolívar, se adueñaron de minas, ajustician a quienes les da la gana.  Y los gobernadores, los redis, los zodis, los alcaldes, los “protectores” como Bednal, mirando para otro lado, haciéndose los locos.  Cuando no en contubernio.  Ya el Táchira tiene seis años en un “estado de excepción” impuesto por el ladino usurpador, con contenedores atravesados en los puentes, con familias separadas, sin el enriquecedor intercambio comercial. Habrá que poner de moda la pregunta que hacía Luis Herrera: “Es esto lo que tú quieres que continúe?...   


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